Relatos

El contenedor azul

                EL CONTENEDOR AZUL

Ella se acercó al contenedor cansada y distraída. Pensaba tirarlo todo. No quería que nadie descubriera aquellos papeles, y menos aún sus hijos. Los guardó durante años como una necesidad, esperando llegar a su jubilación, a su vejez, y tenerlos como refugio.

-No debí casarme. Nunca debí aceptar aquella boda absurda. La compañía de un hombre al que no amaba, aunque fuese un buen hombre, aunque él me amara. Es cierto que siempre me ha querido y me ha ayudado, pero yo no lo he amado nunca. ¡He cometido tantos errores!

Bien, poco importa ya- se dijo- mientras dejaba caer aquellas viejas cartas de 1976.

Buscó un hueco bajo unos enormes cartones y vació el contenido de su caja, empujando hacia abajo, no fuese a quedar algún papel a la vista y que alguien pudiera leerlo. Eran sus cartas, las de ellos, sólo de ellos, para siempre.

Una mueca triste y burlona le hizo arrugar sus ojillos algo miopes.

– “Para siempre”… Hoy en día este término carece de significado. Nada es para siempre, y por desgracia debe ser cierto- se lamentó- nada es para siempre.

Aquel verano de 1976 una joven hermosa y alegre, conoció y vivió el amor con toda la intensidad de sus dieciocho años recién cumplidos. Suspiró al recordar.

Su padre era militar y él hacía la mili en el campamento.

Por algún misterioso azar, sus ojos se encontraron una mañana de tormenta en el pueblo cercano, refugiados divertidos bajo una marquesina.

Apenas se miraron, pero al mirarse, quedaron enlazados para siempre. El resto fue jugar contra el destino, y éste les ganó.

El amor tremoló en sus almas jóvenes y arrasó barreras y cordura.

A él lo trasladaron, su padre pidió cambio de destino, avergonzado y humillado por su embarazo, y ella rota, tras perder el bebé, no fue más que un títere sin voluntad, durante largos años.

Así que hizo lo que debía. Acabó sin interés sus estudios, se casó con quien su padre le designó, y aceptó los hijos que la vida quiso darle, dejando que el tiempo fuese horadando su camino.

La muerte de su marido la había hecho despertar. Siempre trató  de ser una buena esposa. Él nunca se quejó, pero supo que nunca la había tenido verdaderamente.

Y ahora de pronto, no estaba.

Estaba sola. Estaba mayor. Era libre. Por eso necesitaba romper con todo, alejarse, comenzar a vivir.

– Mis hijos ya no me necesitan, y estas cartas me lastran hacia un pasado que me ha robado la vida.

Me iré. Sola. Iniciaré un camino nuevo, libre, sin importarme hacia dónde.

Mientras hundía aquellas cartas en el revoltijo de papeles del contenedor, enterrándolas para siempre, emergió un pedazo de papel arrugado, rasgado, que la dejó absolutamente paralizada. Era su letra. Su propia letra. Un fragmento de un poema cursi que ella misma escribió para él, hacía tantos años.

Parecía que el corazón se le había parado, porque sintió pararse el flujo de su sangre, y en el centro mismo del cerebro un tambor gigante golpeaba acelerado con tanta fuerza, que creyó que no podría soportarlo.

So pena de que la creyeran loca o sucia, rebuscó alocada en aquel revoltillo de papeles. Apretó contra su pecho aquel pedazo de papel rasgado y sucio, mirando en todas direcciones, sin comprender qué estaba haciendo ni qué pretendía hacer.

¿Cómo había podido llegar hasta allí ese papel? ¿Acaso..? ¡No, no, era imposible…!

Todo se paralizó en su universo durante varias semanas.

Montó una vigilancia intensiva del contenedor. Aquella era una ciudad grande ¿Cómo averiguar quién había podido tirar el papel? Se apostaba en la esquina, especulando sobre todas las personas que se acercaban a tirar la basura. Si eran jóvenes, buscaba en ellos sus rasgos, imaginando que él hubiera muerto, y ellos, quizá sus hijos, quisieran deshacerse de sus objetos personales.

Esto presuponía que él la había amado toda su vida, y a ella se le encogía el corazón.

– No, si seré capaz de morirme ahora, sin descubrir la verdad- se decía con las manos en el pecho, intentando frenar su acelerado ritmo.

Si quien se acercaba era una señora, prestaba especial atención a su aspecto, a cómo se movía, a cómo iba vestida, si era guapa o elegante, sintiendo una punzada de celos absurdos recorriéndola y conquistándola.

También se acercó algún señor. Pero ella no tenía dudas. Estaba segura de poder reconocerlo a distancia, cuarenta años después.

¿Por qué ahora?, La pregunta martilleaba su mente. ¿Por qué ahora, después de tantos años, de tantas vueltas? ¿Habrá muerto? ¿Me habrá olvidado?

Era una espera absurda y terrible, sin objetivo, sin lógica, sin futuro y sin esperanza.

-¡Es suficiente!- se dijo de repente. El pasado nunca vuelve.

Me iré lejos, como tenía pensado. Sola; a hacer lo que me apetezca. A vivir tranquila los años que me queden. A encontrar sentido a mis días. El mundo es amplio y maravilloso.

Decidida, respiró hondo, apretó el paso y cambió de acera. Levantó el rostro con valentía. Así quería mirar el mundo a partir de ahora y … él,….él mismo, él…, él se acercaba con las manos extendidas, emocionado balbuciendo su nombre.

– ¿Gertrudis?

Y ella supo darle la respuesta exacta con una sonrisa.

– Si, Lorenzo.

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