El abuelo Lisardo
EL ABUELO LISARDO
El abuelo Lisardo era un hombre de campo, de poca cultura, pero inmensa sabiduría.
Lo que él sabía no lo había aprendido en los libros, porque no tuvo oportunidad de ir a la escuela, sino de la propia vida, porque su vida había sido larga y difícil.
Pasaba las horas sentado a la puerta de su casa, con un eterno cigarrillo entre los dedos.
Tenía el pelo canoso, casi blanco, con grandes entradas, y lo llevaba casi siempre despeinado, a su libre albedrío. Su cara estaba quemada por el sol, y por eso se veía como enrojecida y agrietada. En ella destacaban unas buenas orejas de lóbulos rojizos, y una nariz demasiado larga en su rostro delgado. Siempre lucía unos pelillos ralos en su barba, porque su afeitado no era del todo pulcro. Bueno, en él, nada era totalmente pulcro.
Sus manos eran nervosas como las ramas de un viejo árbol, y se apreciaban notablemente las articulaciones de sus falanges, algo hinchadas por la artrosis. Sus uñas eran largas y duras, curvadas como garras.
Su indumentaria, siempre desaliñada, no destacaba en el conjunto. Su aspecto era terroso, como camaleón adaptado al terruño.
Siempre me llamaron la atención sus zapatos. Jamás le vi unos zapatos nuevos, ni limpios. Me parecía que en él era la nota dominante de su personalidad. Hasta en las ocasiones especiales: visitas al médico, bodas, bautizos y entierros, sus zapatos tenían polvo, estaban sucios. Era como si el llevarlos limpios fuera un oprobio a su destino. Su mimetismo era total.
También era templo de algunas manías. Cada día de su vida, desde que yo recuerdo, salía a ver la noche, antes de irse a dormir y aprovechaba para fumarse el último cigarrillo. Se asomaba a la calle desde la puerta de casa para contemplar el cielo, tratando de predecir cómo iba a ser el día siguiente.
Si no llovía se lamentaba por la escasez de agua; si hacía viento, porque éste tiraría la fruta; si llovía, que era justo en el peor momento porque estropearía la cosecha…
Nunca le vi irse a la cama satisfecho.
Otra de sus manías era la contaminación, sobre todo del mar y lo referente a la alimentación. En verano no comía pescado, porque la gente se bañaba en la playa y se hacía pipí en el agua.
No comía pollo de granja, porque los criaban, según él, “a base de porquerías artificiales”, y eso no podía ser bueno para el cuerpo.
Todas las noches del año cenaba sopa y un huevo pasado por agua, y ésta era quizá la comida más nutritiva de su dieta diaria. Tal vez por eso no era demasiado fuerte, y pese a su mal carácter, su cuerpo no era capaz de secundar las acometidas de su ánimo y empuje.
Entrometido y desafiante como él solo, entendía, protestaba y opinaba sobre todos los acontecimientos que llegaban a sus oídos, aunque no fueran en absoluto de su incumbencia. Así tuvo siempre tantos problemas.
Sin duda el abuelo era un hombre singular.
Pero lo que lo hacía realmente especial eran sus historias.
Apenas sabía leer, y sin embargo, conocía todos los refranes, adivinanzas, poemillas y retahílas de su entorno. Y ante cualquier situación se servía de ellas, como el buen Sancho, para ejemplarizar con alguna historia.
A mí me encantaban todas, todos sus dichos y moralejas, de las cuales, algunas, pienso hoy eran invención suya, pese a que él siempre las ponía en boca de alguno de sus conocidos.
Hubo un tiempo, en que no recuerdo porqué causa, estuve en cama una larga temporada (yo siempre estaba pachucha). De esta época son mis mejores recuerdos del abuelo.
Posiblemente la fiebre me hacía vivir con mayor intensidad todas aquellas fantásticas historias, y me parecían tan hermosas que me aficioné a leer buscando en mis cuentos historias parecidas, aunque jamás encontré alguna que dibujara en mi mente toda la ilusión de aquellas otras…
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UN GIRASOL SINGULAR
Como todo el mundo sabe, el girasol es una flor mágica. De todas las flores es la que más ama al sol. Cada mañana, los girasoles, que duermen jorobados sobre sus tallos frágiles, casi sin poder sostener sus pesadas cabezas, se elevan gallardos, y abren sus pequeños brazos, al nuevo sol.
Cerca de mi casa había un extenso campo de girasoles.
Hacia el mes de abril, era hermoso ver el amarillo radiante que transformaba mi horizonte.
Yo amaba aquellas flores. En mi desolado erial eran las únicas notas de alegría. Desde hacía muchos años, yo conocía aquel campo palmo a palmo. Sabía de algunas grietas esquivas que se abrían en el terreno, conocía las piedras viejas que cada vez más afloraban en el suelo.
Un buen día, de aquel campo solitario, comenzaron a brotar unas hojitas. Yo las revisaba cada amanecer.
Eran unas plantitas muy bellas, parejitas todas, que crecían muy deprisa. Algo extraño me unía a ellas. Y así aprendí a quererlas.
Todas crecían juntas, como una gran familia. Excepto una planta rara, que yo observaba con extrañeza.
Era un girasol más pequeñito que el resto, pero su originalidad residía, en que, al contrario que sus compañeros, él se escondía cuando salía el sol.
Fueron creciendo. Todos se convirtieron en unos hermosos panes amarillos. Miguelito- así lo llamaba yo- era un panecillo pardo, vuelto contra su destino.
Comencé a quererlo de un modo especial y me hizo partícipe de sus secretos.
Él era diferente a los demás. Sin saber por qué, su tronco vacilante había tomado un curso equivocado, y se sentía solo, entre una muchedumbre semejante.
Algunas mañanas Miguelito lloraba, y sus pobres pétalos perdían color y se tornaban frágiles y quebradizos. ¡Qué solo se sentía!
Pasaba el tiempo y yo no sabía cómo ayudar a mi amigo.
Una mañana, vi quebrarse la tierra a sus pies y comenzó a surgir una plantita extraña.
Desde entonces, los dos, no sabíamos hacer otra cosa que no fuera observar a aquella diminuta criatura.
Transcurridos varios días, cual no fue mi sorpresa, cuándo al ir a acercarme a Miguel, oí chispitas de risa y murmullos trémulos.
Intenté analizar lo que ocurría. Descubrí a Miguel, mi querido Miguel, moviendo su tronco, nervioso como si le hiciese cosquillas, y aquella plantita hermosa y brillante, roja y plata, sonriéndole a él.
Junto a Miguel había nacido una bellísima amapola.
Miguel ya no se sentía triste.
Los dos vivían los días llenos de alegría, comentando la dureza del frío, la suavidad de un aroma, el quejido del viento…
Un atardecer oscuro, me senté tras ellos sin que advirtieran mi presencia. Al alejarme sonreí a Miguel, y él me devolvió la sonrisa por primera vez. Los dejé solos, y me alejé sin pena, porque sabía que Miguel siempre sería mi amigo, y más ahora, que tenía más secretos y alegrías que compartir.
Continué visitando a mis amigos. Charlábamos del tiempo, de las abejas, de las mariposas, de las piedras, de todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
Avanzaba la primavera.
Una mañana llegué demasiado temprano. Amanecía. Al acercarme a Miguel sentí que me había perdido. Allí no había ningún girasol torcido. ¿Dónde estaba Miguel?
Busqué la amapola, y la vi, presumida, sacudiendo sus brillantes pétalos cuajados de rocío. A su lado, Miguel contemplándola feliz, completamente vuelto al sol de la mañana.
¿Qué había ocurrido?
La amapola bella, se había situado cara al sol para estar más hermosa, y Miguel, sin darse cuenta, había ido girándose, sin ver el sol, sólo a su amapola, por mirarla a ella.
Y allí estaban los dos, salpicados de finísimas gotas de rocío fresco, desperezándose alegres para vivir un nuevo día.
Y aquella mañana, Miguel giró, haciendo honor a su nombre, desde el sol primero. Y se mantuvo enhiesto y fuerte hasta que se extinguió el último rayo del sol, del atardecer más hermoso que yo nunca había disfrutado.
RUNRÚN
Roberto era un niño triste, tímido e inseguro.
Los demás niños decían de él que no sabía jugar. Por eso siempre estaba solo y no tenía amigos.
El día de su octavo cumpleaños no tuvo fiesta; ni regalos.
Se acostó muy, muy triste, y se durmió llorando.
Pero los seres del reino de fantasía no descansan nunca, y un duende niño, al cuidado de Roberto, se compadeció de él.
Este duende, llamado Runrún, era el que siempre acompañaba a Roberto en su imaginación mientras leía. Porque Roberto leía muchísimo y su cabeza estaba repleta de seres mágicos e increíbles. Por eso Runrún, que lo pasaba muy bien viajando en la prodigiosa imaginación de Roberto, decidió hacerle un regalo. Y omo no hay nada imposible para los duendes, este duendecillo depositó junto a la cama del niño, una caja misteriosa atada con un gran lazo azul.
Roberto, aquella noche, tuvo unos sueños maravillosos, porque sus amigos del mundo de fantasía se los ofrecieron como regalo de cumpleaños.
Sin embargo, cuando al día siguiente, el niño abrió los ojos, la sonrisa volvió a desaparecer de su rostro.
-¡Otro día solo! ¡Si al menos mis padres me trajeran un hermano!- sollozaba el niño.
Y al incorporarse, puso los pies en el suelo, y… ¡Sus ojos se abrieron de forma increíble! ¿Qué era aquello? ¿Un regalo? Pero, ¿quién…? ¿Cómo?
Las preguntas giraban en su mente como un tiovivo de colores.
Abrió la caja precipitadamente, y un profundo ¡ooooh! escapó de su boca.
-¡Una guitarra! ¡Pero si es una guitarra!-gemía entrecortadamente, mientras lágrimas de alegría resbalaban por sus mejillas.
Casi no se atrevía a tocarla. Cuando lleno de cariño la abrazó, sus manos de modo inexplicable comenzaron a hacer sonar una maravillosa música, cálida y armoniosa.
La habitación se fue llenando de familiares, vecinos, curiosos… que acudían atraídos por aquella fascinante melodía.
Roberto, sin comprender nada, sonreía, sonreía, sonreía, y su cara era un hermoso azulejo, brillante y atractivo, de ojos chispeantes, mejillas alegres, encantadora expresión.
Todo el que oía aquella música quedaba bajo el embrujo de la mirada del niño.
Y a todos les pareció un chico estupendo, divertido, inteligente, amable y cariñoso; cualidades propias del niño, pero que casi nadie había apreciado porque no era comunicativo, y siempre andaba solo, triste y silencioso.
Desde el instante en que abrazó su guitarra, su verdadera personalidad se manifestó para los demás. Los niños frecuentaban su casa. Él se atrevía a exponer libremente sus ideas. Se acercaba a otros niños solitarios, y hasta los “valentones” del colegio lo trataban con cordialidad.
Roberto se sentía perplejo ante este cambio. No podía comprenderlo.
Una tarde, sentado en su cuarto a solas con su guitarra, -algo bastante difícil últimamente-, pensó si no sería todo fruto de un equívoco. Llegó a pensar que nada había cambiado, ¿Qué podía haber cambiado? Seguramente el raro había sido él, que no había sabido acercarse a los demás.
Sí, la guitarra era fabulosa, pero ¿qué podía hacer una guitarra?
-Seguramente es que he madurado- se decía.
Y aprendió a disfrutar de sus semejantes, de sus padres y compañeros, de los amigos –ahora sí tenía amigos- y era un niño feliz.
Pasó todo un año. El día de su noveno cumpleaños sí que tuvo una fiesta, acompañado de un montón de amigos. Cuando acabó todo, subió a su habitación y como de costumbre tomó su guitarra para arrancar de ella una reconfortante melodía. Pero, ¿qué ocurría? Sus manos se mostraban torpes e inútiles. La guitarra emitía sonidos chirriantes, desafinados…
Roberto se quedó pasmado. Giró la guitarra varias veces tratando de descubrir si había algún desaguisado, pero no observó nada extraño.
Junto a él, había un duendecillo pequeñajo no más grande que un gatito, y ¡le miraba con sorna!
-¡Perooo…!-No podía articular palabra.
Runrún, (no podía ser nadie más) se presentó al niño, ya le explicó cómo había ocurrido todo:
-La guitarra no es mágica-confesó. Su magia nace de tu corazón que es amable, dulce y cariñoso. Yo sólo lo he despertado.
A menudo ocurre que los niños no saben expresar sus pensamientos por falsos temores y vergüenzas tontas.
Todos los niños están llenos de hermosas cualidades. Espero que nunca lo olvides y puedas ayudar a otros niños que sufren el mismo problema que tú has padecido. Como regalo de cumpleaños te he traído – sacó otra caja con lazo azul- este curso de guitarra, que espero sepas aprovechar, para obtener esas melodías por tus propios medios, y puedas seguir disfrutando sin ellas.
Sé feliz. Si algún día me necesitas, tócame esta música – le dio una breve partitura- y volveré para ayudarte.
Y desapareció.
Sin embargo Roberto no volvió a necesitar a su duendecillo. Sólo en momentos excepcionales recurrió a la partitura, y únicamente, por agradecimiento a su fiel Runrún, para participarle sus novedades felices: cuando aprobaba el curso, cuando su equipo ganó el campeonato de balonmano, el día que paseó en su primer coche…etc…
Porque durante toda su vida luchó por sí mismo cuando las cosas no iban bien, hasta conseguir superarlas.
Y tú ¿necesitas a Runrún?
CUANDO LAS RANAS CANTAN
Pablo ha regresado triste del cole.
Hoy en clase han dado una charla respecto a los problemas de la sequía. Pero él no se ha enterado de nada, porque se distrajo mirando por la ventana cómo una araña tejía su tela y consiguió atrapar en ella a una mosca.
La maestra les ha propuesto como tarea para el día siguiente que le presenten una relación de causas que ellos consideren que afectan a la escasez de lluvias. El abuelo ha sonreído al ver a Pablo tan cabizbajo, y como siempre, ha acercado a él su silla y le ha contado un cuento…
“Érase una vez una niña rubia con ojos claros, algo gordita, pero muy despierta.
Su padre estaba bastante preocupado porque si no llovía pronto, su cosecha no saldría adelante.
Una noche la niña oyó discutir a sus padres, cansados ya de tantos problemas.
-La culpa de todo –decía su madre- la tienen las ranas. Ya nadie tiene albercas, ni dejan correr los ríos, ni hay charcas. Cogen toda el agua y la meten en tuberías, y tapan las balsas para que el agua no se evapore; Y por eso no pueden vivir las ranas. Y si las ranas no cantan, no llueve.
Aquella noche la niña se quedó dormida llena de tristeza. No sabía qué hacer para ayudar a sus padres. Y su pena se transformó en un movidito sueño.
La niña, con su camisón blanco de volantitos azules, se elevó volando por la ventana de su dormitorio y un hada pequeña y regordeta la cogió de la mano, y con su varita mágica la fue llevando a través de los campos, sembrando con polvo de estrellas todos los lugares en que se veía agua.
Así aprovecharon los pantanos, los escapes de las tuberías, las piscinas descuidadas, los riachuelos perdidos, las lagunas que aún quedaban, las acequias de riego…
Fue un viaje muy accidentado y bastante fatigoso.
De regreso a casa, casi de amanecida, la niña reía dichosa al ver que a su paso todo se llenaba de enormes ranas que se inflaban y desinflaban a ritmo de su impresionante croac-croac.
Lo más divertido de todo fue ver la cara de los señores de la limpieza, regando las calles con enormes mangueras, de las cuales brotaban las ranas a millares. Algunos saltaban como títeres de cuerda y gritaban como loros asustados.
Cuando la niña volvió a su casa tuvo un sueño suave y feliz, del cual despertó sobresaltada, porque el agua de lluvia que salpicaba desde la ventana abierta, le estaba mojando la cara.
Era la lluvia tan ansiada por todos, que al fin había llegado”.
Pablo se sintió infinitamente satisfecho al oír esta historia y pasó una buena tarde. Incluso ayudó al abuelo a ordenar sus viejos recortes de revistas.
Al día siguiente, cuando la maestra le preguntó las posibles causas de la pertinaz sequía, Pablo contestó sin titubear un instante:
-Porque las ranas no cantan.
EXPLICACIONES A PABLO: EL RATONCITO PÉREZ
Pablo siempre preguntaba por qué…
Cuando se le cayó su primer diente, el abuelo le dijo que lo escondiera bajo la almohada, para que se lo llevara el Ratoncito Pérez, y que en su lugar le dejaría una sorpresa.
Pablo dudó. Pero al día siguiente encontró en lugar del diente un billetito de cinco euros. Salió corriendo, a preguntar al abuelo cómo había sido posible el cambio.
El abuelo le explicó que todo era posible en el mundo mágico de la inocencia, un mundo que él llamaba de fantasía, y gracias a él podría explicarle muchas cosas.
Le contó que el Ratoncito Pérez no era un ratón vulgar. Era un ratón mágico. Su tarea consistía en llevar alegría e ilusión a los niños. Para ello ocupaba a un tropel de duendecillos que recogían de todas partes las monedas que perdemos las personas. Era un ratón muy rico.
Le explicó a Pablo, que cuando los niños empiezan a cambiar los dientes significa que ya se van haciendo mayores y que empiezan a alejarse del poderoso reino en el que los sueños son reales.
Y para que no sientan pena, el Ratoncito se dedica a llevarse los dientes inútiles, y a cambio ofrece un pequeño premio a los niños. Así les regala sobre todo ilusión, y los mantiene unidos a su fantástico mundo hasta que se hacen mayores.
Pablo se sorprendió mucho con esta historia, y dijo que cuando se le cayera otro diente se quedaría vigilando sin dormirse para descubrir cómo se efectuaba el cambio, y comprobar, si era el propio Ratoncito, o sus duendes, quienes lo realizaban.
Pero el abuelo le expuso que eso no se podía hacer, porque cuando un niño veía al Ratoncito Pérez significaba que se había dejado de creer en la ilusión y se había hecho mayor.
Por eso Pablo decidió seguir creciendo con alegría y no olvidar jamás las sabias recomendaciones de su abuelo.
DANI DESCUBRE EL MIEDO
Todo el mundo lo decía:
-Este niño es un peligro.
-No hay quien lo aguante.
-Menudo elemento.
-Es insoportable.
-No se puede vivir con él.
Pese a sus enormes ojos inteligentes y su sonrisa feliz, a pesar de su bello rostro y su aspecto simpático, Dani era terrible.
¡Pobre Dani! No había nadie que lo aceptara de buen grado. Claro que a él tampoco le importaba demasiado.
Era un poco alocado, intranquilo y rebelde.
Sus padres habían acabado por aceptar su carácter y asumían con paciencia todos los desaguisados del chico, sonriendo humildemente ante cualquier comentario “suavizado” que llegase a sus oídos.
Dani se sentía valiente, indomable. Le gustaba que le creyeran rebelde. Era el chico más popular del barrio. Siempre el líder.
Todas las travesuras eran obra suya, incluidas las que se atribuían algunos “envidiosillos” que también se las traían.
En realidad Daniel era un niño normal, fantasioso y arriesgado. Jamás se paraba a pensar antes de actuar, y claro, esto le había traído un sinfín de problemas.
Sus hazañas se comentaban desde muy niño. Había dejado boquiabiertos a todos con quienes tropezaba.
Había quienes abusando de la cordura, decían:
-No, no se preocupe. No será capaz de hacerlo…
Y ¡zas ¡ Dani lo hacía.
En el colegio las cosas no iban mejor.
Durante las clases era un niño normal. Trabajaba bien. Le gustaba aprender y podía decirse que era bastante despierto. El problema eran los recreos y las salidas de clase. Entonces ponía en jaque a todo el profesorado y al mismísimo y furibundo conserje, que pese a vigilarlo con mil ojos, terminaba siempre por claudicar.
Sin embargo, nunca hizo daño a nadie de modo intencionado, ni se metía en peleas, aunque más de una vez pilló algún “raspón”.
Él se dedicaba a hacer travesuras de las que molestan de verdad a los mayores.
Cuando era pequeño se tiraba de los lugares más altos, sin dar tiempo a sus padres ni para asustarse. Se escondía en los lugares más increíbles en el último momento. Muchas veces dejó a sus padres sin recursos tras cerrar el coche dejando las llaves dentro (suerte que esto ya no es posible).
Una vez que estaba enfadado con sus padres, se dirigió resueltamente a un policía local, y logró convencerlo de que “aquellos señores” lo querían secuestrar.
Otro día, en el sesenta cumpleaños del abuelo, lo despertó con el estruendo de una traca de petardos que colocó en el alfeizar de su ventana. Al pobre anciano casi le da un infarto.
A la abuela, que aborrece a los reptiles, le regaló por su aniversario un hermoso camaleón que había capturado él mismo (pese a saber que están protegidos).
Su padre había aprendido a decir siempre y totalmente la verdad, tras muchos bochornos, en los que Dani decía claramente ante los afectados la verdad completa de lo que su padre decía a medias tintas o pretendía disimular.
Y esto no era todo.
Dani hablaba por los codos. Siempre tenía algo que añadir. Siempre quería decir la última palabra.
Sabía de todo, y podía contar anécdotas sobre cualquier tema.
Era una auténtica lata.
Su madre lo quería profundamente y apreciaba sus muchas cualidades, porque derrotada ante el aluvión de dificultades que su hijo le proporcionaba a diario, había
logrado anteponer su cariño y fidelidad hacia el hijo por encima de comentarios, disgustos, desastres…
Eso sí, a veces le fallaba la paciencia, y entonces actuaba la zapatilla.
En fin, que Dani, era Dani.
Él vivía feliz y se lo pasaba de lo lindo.
Hasta que un día llegó al colegio una niña nueva que se llamaba Alicia.
Alicia le pareció más hermosa que todas las princesitas que aparecen en los cuentos.
Al mirarla Dani sintió que el suelo se movía y que él se elevaba, que le pesaban las manos, que le sudaba la frente, y…le entró un temblorcillo terrible que le entorpeció la lengua. Y cuando Alicia le preguntó su nombre, él sólo pudo abrir y cerrar la boca. Tragó saliva, tosió, carraspeó, enrojeció…pero no supo decir nada.
Todos los demás chicos se dieron cuenta. Y Dani sintió como si despertara cuando sonó una carcajada general. Entonces confuso y avergonzado, huyó. Y corrió y corrió hasta llegar a su habitación y sentirse, por primera vez, tremendamente, profundamente, angustiosamente nervioso y asustado.
Y Dani conoció el miedo, al verse reflejado en los ojos azules de una niña que lo miraba con simpatía.
LA MARIQUITA
Ignacio y Pablo fueron a pasear con su mamá.
Al regresar del parque encontraron unas mariquitas en el suelo y pensaron llevarlas al jardín de su casa. A Ignacio le encantaban los animales, y las mariquitas lo volvían loco.
Su madre les explicó que no debían cogerlas, porque los animales deben vivir con su familia, en libertad.
Ignacio, que sólo tenía tres años, comenzó a llorar. Quería llevar las mariquitas a su jardín para que vivieran en sus flores.
Al final, la madre consintió y las cogieron con sumo cuidado. Las llevaban sobre sus camisetas y los animalillos subían y bajaban, desde las puntas de sus dedos hasta el cuello.
Volvieron a casa muy contentos, pero al tratar de enseñárselas a Lucas, el hermano mayor, la mariquita de Ignacio había desaparecido.
De nuevo Ignacio arrancó a llorar desconsolado.
Buscaron la mariquita por todas partes, incluso desnudaron al pequeño, pero la mariquita no apareció.
Cuando por fin Ignacio se hubo calmado, y salían al jardín a dejar la mariquita de Pablo, de pronto vieron a la otra mariquita caminando por el pasillo en dirección a la calle.
Los niños chillaron y saltaron de alegría. Llevaron a las mariquitas al rosal más bonito del jardín, y allí sobre los pétalos entreabiertos de las flores, se quedaron a vivir las mariquitas.
Mamá sonrió satisfecha.
– Así está bien. Cada uno en su lugar. Es nuestro deber colaborar para mantener el equilibrio en la Naturaleza