Una familia muy grande
Mis padres aman la Naturaleza: todas las plantas y animales, el aire libre, el mar…
Antes de nacer yo, cuentan que pasaban todo su tiempo libre en excursiones, subiendo montañas, buscando piedras raras, analizando plantas, haciendo fotos….
Ahora, no tienen mucho tiempo libre.
Mi padre se consuela viendo documentales en la tele.
Mi madre tiene problemas de alergia, y aunque ama a los animales, los detesta en casa porque es una maniática del orden y la limpieza. Bueno, esta no es su única manía; también le fascina cocinar. Y esto sí que es un auténtico problema, porque nos tiene “fritos” probando sus “inventos”.
Claro que para ser del todo honesto, debo añadir que tengo unos padres estupendos.
Papá es lo que llaman un “manitas”. Tiene herramientas para todo y es capaz de arreglar cualquier cosa. Si no lo creéis, preguntad a los vecinos. Es famoso.
Mamá es una gruñona de cuidado, aunque en el fondo es muy tierna y cuenta unas maravillosas historias.
Estos son mis padres. Ahora os contaré mi historia.
Todo empezó cuando yo nací.
Como ya sabéis, mi madre detesta tener animalitos en casa. Pues como regalo para el bebé (yo) a sus compañeros no se les ocurrió nada mejor, que regalarle una preciosa pareja de periquitos, canela y blanco, pero extremadamente ruidosos y con “plumitas”.
Así empezó el calvario de mamá.
Los pericos manchaban demasiado. El pisito era pequeño y mamá no sabía dónde colocarlos. Además, los pajaritos soltaban un montón de plumitas y mamá no paraba de estornudar.
Por mi primer cumpleaños, el abuelo me regaló una pecera con peces de colores. (Él tenía una en su casa y yo me embelesaba contemplándolos).Así que pese a mamá, teníamos peces y periquitos.
Poco después nos mudamos de casa.
Ahora vivimos en una casita con jardín.
Mamá estaba encantada, porque ya tenía dónde sembrar sus plantitas y flores, y papá hasta sembró un huerto.
Pero claro, con el jardín llegaron las arañas, los pájaros a las ventanas, las lagartijas, etc.
Papá sí estaba feliz.
En su huerto sembró pimientos, tomates, zanahorias, apio, etc. Era todo un hortelano.
Mamá sembró rosales, margaritas, calas, madreselvas….
A papá le gusta la Naturaleza salvaje. Cuando las arañas empezaron a aposentarse en el jardín, conforme crecían las plantas, papá las dejaba hacer sus telas y jugaba a balancearlas durante largos ratos.
Mamá ponía el grito en el cielo: chillaba, protestaba, se enfadaba, pero papá jamás quiso matar ni una.
A mí lo que más me gustaba era observar a las lagartijas tomando el sol. Papá me enseñó a cogerlas y después soltarlas. También me gustaban los saltamontes. A papá estos no le gustaban mucho, porque se comían las hojas de sus plantas.
Mi padre sembró una planta preciosa justo en la puerta de entrada, y rápidamente tapizó todo el zaguán.
Allí se vino a vivir un pajarito. Sólo se asustaba cuando venía visita, pero no de nosotros, que lo observábamos divertidos, mientras él se cobijaba protegido del largo invierno.
Mamá decía que por su culpa siempre estaba sucia la entrada y los balaustres, pero yo sé que ella también amaba al pajarito, y se inquietaba si no lo veía aparecer en varios días.
Todo marchaba bien.
Cierto día, papá apareció con una sorpresa.
Le habían regalado una pareja de tortugas.
Rápidamente les adaptó un trocito del jardín, y allí vivían tan felices. Les encantaba la lechuga y el tomate, y la sandía, porque las tortugas mediterráneas son vegetarianas.
Tuvimos mucha suerte.
Nuestras tortugas pusieron huevos y nacieron más tortuguitas, y al año siguiente nacieron más, y ya tenemos diecisiete tortuguitas. Lógicamente las cuida mamá, aunque algunas veces también las alimentamos papá y yo. Pero es ella quien más las observa, y sabe cuando y dónde han puesto los huevos, y cuando deben nacer.
Yo sé que le encantan. Soy un chico afortunado.
Mientras, papá construyó una gran pajarera en el jardín y mi pareja de periquitos tiene ahora una familia considerable. También los cuida mamá, porque papá es algo despistadillo y se olvida de ponerles agua, o algo verde, o una concha de jibia para que se cuiden el piquito.
Así que tenemos pájaros, tortugas, peces, arañas, saltamontes, lagartijas….Bueno, teníamos, porque mi tío Pedro encontró un gatito abandonado en la calle y cómo no sabía qué hacer con él, lo trajo a casa, ya que según él, aquí tenemos mucho espacio y no molesta.
Lo llamamos Mino.
Se llama Mino, porque así lo bautizó mi hermanito.
Sí. También ha crecido nuestra familia. Mi hermano nada más ver al gatito, quedó cautivado y corrió tras él llamándolo:
-Mino, mino, mino.
De ahí este nombre tan infantil.
Los dos iban juntos siempre. O bien el gatito detrás de mi hermano, o subido entre su brazo y su pecho, que era como más le gustaba estar.
La casa se iba llenando.
Mino resultó un poco gandul. Le encantaba dormitar en los sillones y también bajo mi cama, o justo en el felpudo de la entrada.
La pobre mamá no paraba de protestar: que si el gato esto, que si vaya un gato, que si era lo único que faltaba….Cosas de las madres, ya sabéis.
Sin embargo yo no me sentía del todo feliz.
Todos mis vecinos tenían perro, menos nosotros. Con mamá era imposible.
El tema del perro era tabú en casa.
A mí me fascinaban los perros grandes y fuertes, para hacer carreras, para jugar a lanzarles la pelota …
Cuando visitaba a mis amigos siempre jugaba con sus perros, con “sus” perros, nunca con el mío, porque yo estaba condenado a no tener perro.
O al menos eso creía yo.
Un día, mientras desayunábamos antes de ir al colegio oímos unos gemidos extraños. Mi madre salió a ver. No encontró nada. Pero al salir de casa, pegada a la cancela de entrada había una nota que decía:
Es para vosotros.
Cuidadlo bien y queredlo mucho.
¿Quién había escrito aquello? ¿Qué significaba?
Mamá se sentía confundida y al acercarse a casa, oyó de nuevo gimotear, y encontró entre las flores de una jardinera ¡un cachorrito precioso!
No supo disimular. Comenzó a llamarnos a gritos a mi hermano y a mí. Salimos corriendo a ver qué pasaba y nos quedamos helados.
Era una bolita de pelo blanco y negro, que tiritaba de frío. Yo nunca había visto algo tan bonito.
Supe que era para mí. Lo merecía.
Siempre lo había deseado. Era lo justo ¿no?
El nombre no fue problema. Era tan pequeñito y tan redondo que parecía una bolita, y claro, se llamó “Bolilla”.
Mi padre protestó algo sobre el modo en que Bolilla apareció en nuestras vidas.
Más tarde, supimos del amigo misterioso que nos lo regaló. Nos comentó que siempre sería así de pequeño, que crecería muy poquito.
Bolilla apenas podía subir los escalones de casa. Teníamos que ayudarle.
Yo ya me sentía satisfecho.
Papá le construyó una casita de miniatura y le pintó su nombre en la puerta. Lo llevábamos a todas partes. Rápidamente aprendió a subirse al coche. Era una maravilla. ¡Cómo presumía yo paseándolo ante todos! . ¡Qué gozada ¡
Sin embargo, mi querido Bolilla comenzó a dar problemas. ¡¡Era una perrita ¡!. Una perrita …¡rebelde!.
Se colgaba de la ropa que tendía mamá. Nos clavaba sus colmillos en los pijamas. Tuvimos que proteger el tortuguero con una valla. Rompía las flores de mamá…
Era una perrita alocada.
Y para colmo, comenzó a estirar. Empezaron a crecerle las patas y las orejas. Un día, nos dimos cuenta de que no cabía en su casita.
Papá comenzó a enfadarse. Yo callaba.
Bolilla me quería muchísimo. Me saludaba al regresar del colegio. Me seguía a todas partes. Jugaba y se divertía conmigo. Era mi perra.
Pero sé que a veces se pasaba. Se colaba en casa cada vez que olvidábamos cerrar la puerta, y no paraba de hacer trastadas.
Y seguía creciendo.
Cuando se hizo una perra adulta tuvimos que llevarla al cortijo de los amigos de papá para que se apareara. Y entonces apareció “Tai”.
Tai era una gatita enormemente cariñosa que un buen día entró en casa y aquí se quedó. Traía un collarcito verde y un cascabel. Era joven. Posiblemente abandonada, y muy casera. No salía del jardín, al contrario que Mino, que no paraba de andorrear y que incluso desaparecía semanas enteras.
Papá pensaba que se iría tal como llegó. De lo contrario la llevaríamos a la Sociedad Protectora de animales como a otros tantos animales que habíamos encontrado abandonados.
Tai no se fue.
Mamá estaba fuera de sí, porque Tai siempre se colaba en casa. Comía de todo. Le gustaba la sopa y las lentejas, y especialmente el pescado que mamá había limpiado para cocinarlo.
Crecía. Le compramos un collar nuevo con un lacito rojo.
Mino que era tan valiente para defender la casa de otros gatos, aceptó a Tai nada más verla. Los dos se sentaban a tomar el sol en la entrada impidiéndonos el paso, o se sentaban sobre sus patas traseras, uno al lado del otro, y allí se estaban atentos y quitecitos viéndonos jugar siguiendo todos nuestros movimientos con suaves movimientos de sus cabezas.
La pobre mamá protestaba cada día con menos fuerza. Estaba cansada de repetirse y de que nadie le hiciera caso. Y además no debía quejarse tanto. Bolilla, Mino y Tai devoraban todos sus inventos culinarios que no habían tenido éxito. Les debía estar agradecida.
Y así, poco a poco, la familia ha ido creciendo.
Mamá pese a todo, tiene un carisma especial con los animales. Los cuida tan bien, que están todos estupendos.
Como ya imaginábamos, Tai está esperando gatitos. Está bastante gorda. Quizá tenga cuatro o cinco. Yo ya estoy pensando en cómo llamarlos.
Lo más divertido va a ser cuando regrese Bolilla, también probablemente con “sorpresas”.
Claro que mamá no va a estar muy alegre, pero yo pienso que ya debería haberse acostumbrado ¿o no?
Me he parado a pensar en mi “pequeña granja” y me he dado cuenta de que no tenemos conejos, ni palomas, ni pollitos, ni patos…
-Oye mamá, ¿y si construimos un estanque en el jardín y criamos unos patos? Porque entonces podríamos tener ranas .Y vendrían las libélulas a beber agua y los pajaritos. Y quizá podríamos echar unos pececillos y…….