Bajo el porche
Aquel día Lucas se sentía muy triste. Con las manos metidas en los bolsillos, salió a pasear por los campos cercanos a su casa.
Era un día espléndido. El sol iluminaba el mundo, y todo brillaba con una intensidad mágica.
Los ojillos de Lucas se entrecerraban. El inmenso horizonte no cabía en su mirada. Pensativo, se distraía dando patadas a las piedras atrevidas que estorbaban en su camino. Al levantar la vista, se encontró bordeando la orilla polvorienta de una vieja carretera. Se preguntaba qué hacía él allí. No le gustaban los coches, demasiado veloces para la paz de su ambiente. Silbaba aburrido, observando las piedrecitas de colores que se amontonaban en el pequeño terraplén que circundaba la carretera. Pero de pronto se dijo:
– ¿Qué es esto?
Se acercó despacio hasta aquel revoltijo parduzco y descubrió que era un pequeño ericillo.
– ¡Está muerto!- gimió.
Y suavemente acarició las púas dóciles del animal. Lo retuvo un instante, sintiendo una intensa pena en su pecho, cuando de repente advirtió que el animalito se movía.
Poco a poco, el ericito comenzó a entreabrir su cuerpo. También él parecía observar al niño un poquito asustado. ¡Qué sonrisa se le escapó al niño! ¡Aquello era sin duda lo mejor que le había pasado en su vida.
Sonrió feliz al animal, que lo miraba con desconfianza, y pudo ver unos pequeños ojitos dorados, algo tristes y un hociquillo negro y húmedo, muy gracioso.
¡Qué lindo es!- se dijo Lucas emocionado.
Comenzó a acariciar su naricilla, su frente, sus patitas de largas uñas….Pero notó que el animal se encogía cuando rozaba la articulación de su patita izquierda.
-¡Está herido!- descubrió.
Lentamente, cuidando de no dañarlo, palpó la patita y comprendió que necesitaba ayuda.
– Lo cuidaré en mi casa- decidió- Claro que quizá mamá no me deje tenerlo…Pero lo esconderé en mi cabaña y lo cuidaré y lo alimentaré yo solo.
Lucas envolvió al erizo en su camiseta y desanduvo el camino viejo para regresar a casa. Allí, con sigilo, tratando de pasar desapercibido, se coló de golpe en su cabaña, y respiro profundamente, aliviado.
– ¡Uf! Por poco nos descubren-le susurró al erizo.
Cogió una caja vieja -que utilizaba para guardar los pequeños tesoros que encontraba en el campo: plumas de colores, piedras de formas extrañas…- y la adaptó con una raída camiseta de su padre y una fina capa de hierbecillas secas.
– Ya tienes casa- le dijo al erizo depositándolo dentro con suavidad.
Salió tranquilo de la cabaña y fue a buscar el botiquín que se guardaba en el cuarto de baño de la casa.
Cogió unas gasas, tijera, desinfectante, algodón, tiritas y cuidando no tropezarse con nadie, regresó a la cabaña muy satisfecho.
Estaba un poco intranquilo porque él no sabía mucho sobre heridas, pero recordaba lo que hacía su madre cada vez que se daba un trastazo con la bici, o como aquella vez que se cayó del manzano. Limpió la patita del erizo con delicadeza y la embadurnó de yodo. Después la vendó muy despacio, dando vueltas una y otra vez a la gasa, para inmovilizar la pata del animal.
Éste, como queriendo agradecer su actitud, se mantuvo quieto, tranquilo, mirando al niño con sus ojillos marrones llenos de pena.
-¡Pobrecillo, le debe doler mucho!- pensaba Lucas con ternura- No se lo diré a nadie. Serás mi amigo secreto, y juntos viviremos mil aventuras. Ya verás cuando te cures. Te enseñaré a confiar en mí, te buscaré tu comida preferida… Pero ¿qué? Tendré que buscar en la enciclopedia de papá….aunque parece pequeño, probaré con un poco de leche.
De nuevo volvió a entrar en la casa y puso un poco de leche en la tapa de un bote de conserva. Parecía no haber nadie en casa.
– Tanto mejor –pensó.
En la cabaña colocó la leche y un poco de agua en la esquina de la caja.
-Tómate la leche- le dijo bajito al erizo- Pero ¿cómo se le habla a un erizo?
El animal se replegaba sobre sí mismo cada vez que el niño iniciaba un acercamiento.
– Será mejor que te deje solo para que descanses y te tranquilices- decía mientras se iba alejando.
Papá ya estaba en la cocina.
-¿Dónde has estado Lucas?- le interrogó nada más verlo.
-Por ahí…dando una vuelta- respondió evasivo.
-Ya sabes que no me gusta que te alejes demasiado cuando vas solo. Has tardado mucho.
– No, es que estaba en la cabaña.
-¿Y qué hacías?
-Pensando.
-¿Pensando?- comentó extrañado el padre – ¿Te preocupa algo?
– He visto un erizo muerto en la carretera.
-¡Pobrecito! Los coches son demasiado rápidos para ellos.
El padre se acercó a acariciar a Lucas en el pelo. El niño levantó la cabeza y preguntó:
-Papá, ¿Qué comen los erizos?
– Pues no sé, creo que son omnívoros.
-¿Qué son queeeé?-continuó Lucas sorprendido.
-Eso quiere decir que comen un poco de todo. ¿Por qué lo preguntas?
-No, por nada.
– Mamá debe saber más sobre eso. Cuando ella era pequeña su padre, tu abuelo, encontró un erizo herido y lo tuvieron en casa para curarlo.
-¿Sï? ¿Y qué pasó?
– No recuerdo… Creo que al final el animalito murió.
– ¡Vaya! ¡Qué lástima!- se acongojó el niño.
-Sí hijo, cada día los humanos nos estamos volviendo más descuidados con la Naturaleza. Ojalá no sea demasiado tarde cuando queramos darnos cuenta.
– No te entiendo- Lucas lo miraba con desasosiego.
-Algún día lo comprenderás…, pequeño- y acercó una silla para sentarse junto al niño- Verás, cuando yo era como tú, mucha gente vivía en el campo, en cortijos. Ahora todo el mundo quiere vivir en la ciudad.
-¿Por qué?
– Pues no lo sé muy bien, Lucas. Anda, ayúdame a preparar la ensalada. Esto es algo complicado.
– Pero ¿Por qué todos quieren vivir en la ciudad y luego todos quieren venir al campo?
– Ya. Es difícil de explicar….
-¿Y mamá, cuando viene?
– Debe estar al llegar.
Lucas continuó bombardeando con preguntas a su padre, porque estaba nervioso e impaciente esperando la llegada de su madre. En cuanto oyó sus pasos y el tintineo de las llaves, salió disparado, se colgó de sus piernas y le espetó:
– Mamá ¿qué comen los erizos?
– Hola hijo ¿qué pasa aquí?
– Nada- mintió Lucas, disimulando como podía.
– ¿Cómo es que hoy re interesan tanto los erizos?
-Porque he visto uno en la carretera- dijo, mientras hacía un gesto desinteresado.
– ¡Ah! Hola Andrés – saludó su madre dando un beso al padre del niño. Entró al aseo a lavarse las manos, y Lucas la siguió loco de impaciencia.
-¿Qué comen mamá?- insistió.
– ¡Bueno! Sigues con eso… Está bien. Te contaré una historia…
Se sentó en el borde de un sillón con la toalla aún en las manos y prosiguió:
– Cuando yo era pequeña, algo mayor que tú, el abuelo encontró un erizo herido cerca de nuestra casa. Lo trajo hasta aquí y lo cuidamos lo mejor que supimos durante dos días, pero murió, porque estaba malherido, y esos animales están acostumbrados a vivir en libertad y no admiten nuestros remedios.
A Lucas se le escapaban las lágrimas.
Su madre lo observó muy sorprendida.
– Lucas, ¿quieres decirme lo que te ocurre?
– Na..nada…, mamá- gimoteaba. Me voy fuera un rato.
Lucas se sentía desorientado y confuso. No sabía qué hacer. Y lo peor de todo era que su lindo ericito se podía morir. ¿A quién podía pedir ayuda? Entró en su cabaña cabizbajo y lloroso y allí estaba su erizo. Parecía que no se había movido, que se había dormido, pero…. ¡Se había bebido la leche!
Fue tal la alegría que sintió que no se detuvo a reflexionar. Salió como un rayo en dirección a la casa dando gritos:
– ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Venid…venid!
Los padres salieron al porche alarmados y vieron a Lucas muy alterado, gritando y gesticulando, sin llegar a comprender nada.
– Pero Lucas ¿qué te sucede?- interrogaba su padre zarandeándolo inquieto.
– ¡Mi erizo,…mi erizo… toda la leche… venid, se la ha bebido… venid!
– ¿Tú comprendes algo?- cuestionaba su padre s su madre.
La madre hizo yn gesto ambiguo de preocupación, pero ya Lucas arrastraba a ambos hacia la cabaña.
Nada más asomar al interior comprendieron lo ocurrido. Dentro de la caja de los tesoros descansaba un ericito dormido.
El padre emocionado y comprensivo acarició a Lucas, mientras este, entre susurros les repetía una y mil veces lo ocurrido.
La mamá de Lucas tomó el erizo entre sus manos y observó el vendaje con atención.
– Esto está muy bien. Parece una herida sin importancia. No te inquietes, le decía mientras palpaba detenidamente al animal. Si. No es nada. Al menos no ha sido un atropello. Pero ..¿lloras Lucas? Tu erizo va a pensar que no lo quieres.
– Bien Isabel- añadió el padre- llamaremos a Martín, a ver si él puede hacer algo más.
Dejaron al erizo en su caja y regresaron a la casa.
Martín, un amigo de la familia que era biólogo acudió a visitarlos y confirmó la opinión de la madre. Les aconsejó dejarle cerca algunos pequeños insectos, moscas, babosas, caracoles y algo de leche fresca un poco diluida para hacerlo feliz. También les advirtió que la mejor medicina era la libertad. Así que algo triste, Lucas aceptó separarse de su querido erizo y acordaron dejarlo al día siguiente en un campo de barbecho próximo a la vivienda.
– Es lo mejor para él, Lucas, decía su padre. Tú no quieres que le pase nada ¿verdad?
Lucas se resistía a dejarlo e insistía una y otra vez en que estaba herido y que así no podría huir si era atacado.
A duras penas consiguió Isabel separar a su hijo del barbecho, por más que le prometía cosas estupendas: una cena sorpresa, jugar al parchís, ir a visitar al tío Luis….
Lucas continuó triste todo el día siguiente. No le apetecía nada, ni siquiera quiso ir con su adre a conocer el nuevo cachorro del vecino.
Al atardecer, salieron a tomar el fresquito al porche. El padre rasgueaba su vieja guitarra –en otra época había sido tuno- y aún disfrutaba entonando sus viejas canciones. Le propuso a Lucas hacer una excursión a la playa el fin de semana. Pero por la cabecita del niño, solo pasaban veloces escenas de peligro para su erizo. Creyó que no podría soportarlo. No quería nada. No quería oír nada. Quería su erizo. ¿Qué sería de él?- se preguntaba angustiado.
En esto Isabel dio un brinco sobresaltada y gritó:
– Pero ¿qué es esto?
Y Lucas se arrojó como un loco a los pies de su madre, abrazando entre sollozos al animalito que había vuelto a refugiarse en la casa.
Desde aquel día, el erizo vagaba por los contornos y le hacía largas visitas a Lucas, durante muchos hermosos atardeceres.
A veces, ambos se metían en la cabaña y Lucas era feliz. Al niño le divertía mucho la torpeza del animalito, y este, con su hociquillo húmedo se dejaba acariciar recogiendo sus púas.
Ambos crecían.
Un día su padre le anunció que había realizado un gran descubrimiento.
– Acompáñame Lucas, quiero enseñarte algo.
Al llegar al lugar que le indicaba su padre, descubrió, camuflada entre las matas de un balate, una madriguera con erizos pequeñitos. ¡Su erizo tenía familia!
A partir de aquel maravilloso instante, Lucas los visitaba con frecuencia y les llevaba pequeños saltamontes, gusanillos, caracoles….
El niño creció feliz junto a sus espinosos amigos a lo largo de muchos días, meses, años…., hasta el día que tuvo que dejar la casa para irse lejos a completar sus estudios. Y aún entonces, sus padres lo sentían muy cerca, porque siempre, bajo el porche, rondaban los erizos.