Cuentos

Ramón

Capítulo I.  Ramón

Siempre le había dicho su madre:

   –   Hijo, cuídate de las malas compañías.

Era una buena mujer.

Pensar en ella le producía a Ramón una pena honda. No se merecía tantos disgustos. Ahora, sin duda, se estaría reprochando si no sería ella la responsable, si acaso no habría sabido educarlo convenientemente…

Pero sí, su madre era una mujer soberbia: cariñosa, atenta a sus necesidades, comprensiva con sus errores, dispuesta a apoyarlo en todo momento, a luchar por él… y ahora, esto. Esta vez sí que la había hecho buena.

Sumido en su congoja y su desazón, no advertía el trágico espectáculo que ofrecía el viejo furgón de la Guardia Civil en que era transportado en compañía de otros delincuentes comunes hacia la prisión.

De repente, sin saber cómo, todo se descompuso a  su alrededor. Se sintió golpeado, rasgado por finísimas cuchillas, roto, sin saber decir en que lugar, y comenzó a sentir dolor, dolor, mareo, inconsciencia… y luego, nada.

Cuando intentó abrir los ojos a duras penas, tratando de situarse, se encontró retorcido, con la cabeza replegada sobre su cuerpo magullado y sangrante y un pinchazo de lucidez enervó sus sentidos. Un accidente. El furgón había sufrido un accidente.

No tuvo tiempo para analizar la situación. Advirtió que los demás presos habían huido. Estaba solo.

El instinto de supervivencia le hizo escapar como pudo de aquel odioso lugar.

Con una pierna a rastras, la mirada borrosa y velada por lágrimas, sangre y suciedad, las manos insensibles, prisioneras…, no podía hacer más. Trataba de escapar. Le dolía todo el cuerpo, y la cabeza, sobre todo la cabeza. No podía pensar.

¡Ah sí, su madre, su pobre madre…

Pero él no había sido.

Pedro le dejó la moto, y él únicamente se dio una vuelta por centro. Pero él no había atropellado a nadie. Aquella “vieja” lo había señalado en la ronda de reconocimiento. Pero él no había sido. Jamás hubiera huido en una situación semejante. A él le gustaban los niños. Y la velocidad, pero él no atropelló a nadie. Es más, estaba seguro que había sido Manolo.

Manolo y él se parecían bastante, y tenía una chupa como la suya. A su madre no le gustaba Manolo. A menudo le repetía:

   –   Hijo, yo sé que eres bueno. Pero esa panda de amigos que tienes sólo te va a traer desgracias. “Dime con quién andas y te diré quién eres”. No me cansaré de repetirlo. Aléjate de ellos.

Siempre la misma letanía, y al final iba a resultar que su madre tenía razón, como siempre.

   –  ¡Maldita sea mi suerte!- mascullaba Ramón sollozante sin saber qué hacer ni dónde ir.

Estaba tan aturdido, tan solo, tenía tanto miedo…

Caminaba desorientado como  entre las brumas de un nublado amanecer, y aún lucía el sol. No tenía más opción que dirigirse al pueblo. La vasta llanura que lo rodeaba apenas tenía vegetación y lo encontrarían rápidamente. Necesitaba tiempo. Tiempo para pensar. Tiempo para decidir. Tenía que esconderse.

Encontró  una tubería grande vacía, inutilizada por el paso del tiempo, que podría servirle de escondrijo. Pero no, allí lo encontrarían con facilidad… Sería mejor una casa. Tenia que llegar a alguna casa. El sabía que en aquella zona había muchas viviendas desocupadas, que sólo se utilizaban en verano. Con un poco de suerte… Sí, eso. No podrían buscarlo casa por casa y alarmar a la población.

Consiguió alcanzar una rambla que circundaba las viviendas. Oscurecía. El cielo amenazaba con diluviar.

   –  Mejor- se dijo- así suspenderán la búsqueda.

Su ojo izquierdo ya era del todo inútil. Le dolía intensamente y lo notaba enormemente hinchado.

Cerca, muy cerca, estaban las vallas de las casas. Algunas parecían inexpugnables. Tanteó varias puertas traseras, pero no consiguió abrirlas, y en su estado, no podía trepar.

 Un poco más allá encontró lo que necesitaba. Una valla descuidada. Tenía un enorme agujero perfectamente disimulado tras el alto seto de la finca. Colarse fue fácil.

Esperó temeroso la acometida de algún perro furiosa. Que no llegó. Las luces traseras estaban apagadas.

   –  ¡Ojalá estuviera vacía!

Jadeó profundamente, dejando escapar algo de su miedo. Avanzó despacio, escondiéndose entre la espesura del descuidado seto, aproximándose con cautela en dirección a la vivienda, intentando explorar lo que allí le aguardaba. Debía andarse con ojo por si aparecía algún perro. No podía controlar los furiosos latidos de su corazón.

   –  ¡Dios mío, que no haya nadie!- rogaba.

Un ruido seco le anunció el peligro.

   –  Peroooo…¿qué…?

Un chico, o algo que se le parecía, salía corriendo de la casa y venía, como una tromba ¡directamente hacia él!

La sorpresa lo dejó estupefacto. Y cuando el chiquillo casi le saltó encima, sólo supo, con enorme esfuerzo, cogerlo por los hombros y taparle la boca.

Capítulo II. Alberto   – 

¡Alberto, a la ducha!

Alberto no encontraba nunca el momento apropiado para ducharse, hasta que su madre, cansada de esperarlo lo obligaba enfadada.

   –  ¡Ya voooy!- se oía a lo lejos en el sótano.

   –  ¡Sube ya!

   –  ¡Siii!

   –  ¡Ding dong! ¡Ding dong! ¡Ding… doong!

   –  ¡Ya voy!- voceaba la madre encaminándose a atender la llamada.

Era una amiga que venía a saludarla y comentarle las últimas noticias del grupo de amigos.

Ambas se entretuvieron charlando más de lo previsto, y alertadas por la oscuridad que las envolvía se despidieron apresuradas.

Llovía a cántaros. La mamá de Alberto acompañó a su amiga  hasta el coche, recomendándole precaución en la carretera, y algo intranquila, porque la noche se aventuraba tormentosa, regresó a casa.

   –  ¡Alberto! ¿Dónde estas?

Silencio.

   –  ¡Alberto!- gritó con más fuerza. ¡Déjate de tonterías que ya es muy tarde!

El silencio persistía burlón.

La madre empezaba a impacientarse.

Comenzó a renegar desatando la retahíla cotidiana.

   –  Este niño, hay que ver qué cosas tiene… Me tiene más que harta. Todos los días igual…

Cuando, tras una búsqueda infructuosa, advirtió  que Alberto no estaba en su habitación, ni en el sótano, ni se había duchado…

   –  ¡Alberto! ¡Déjate ya de bromas y sal de donde estés!- Silencio… ¡Alberto!- la voz sonaba furiosa y medrosa a la vez.

   –  ¡Alberto!- proseguía mientras inspeccionaba cada una de las habitaciones de la casa, revisando armarios debajo de las camas, de las mesas, detrás de los sillones…

¡Ay, Dios mío! ¡Alberto, sal de donde estés, por favor no me asustes!-gemía la pobre madre presa de angustia.

Entonces, oyó tintinear las llaves de la puerta de entrada y corrió hacia ella creyendo encontrar la respuesta a su incierto enigma.

   –  ¡Ah, eres tú ¡- sollozó al ver aparecer a su marido.

   –  ¿Qué ocurre? – interrogó sorprendido.

   –  ¡Alberto, Alberto,.. que no lo encuentro, que no está en casa…-se derrumbó la madre llorando entre aspavientos.

   –  Tranquilízate mujer y cuéntame- decía el marido severo.

Tras unas atropelladas explicaciones, los padres de Alberto iniciaron una búsqueda organizada. Revisaron la casa palmo a palmo, ayudados por la hermana mayor del niño que había regresado también de su trabajo.

 Fuera diluviaba. El agua golpeaba con fuerza, arrastrada por un fuerte viento de poniente. Era noche cerrada, y esto contribuía a inquietar aún más, a esta desasosegada familia.

Menospreciando la lluvia, el viento, la oscuridad, corrieron por el jardín, sin resguardarse bajo ningún impermeable ni paraguas.

Empapados y muertos de miedo, no hacían más que incitarse sin quererlo, a un pánico mayor.

   –  ¡Con lo que llueve!- sollozaba la madre.

   –  ¡Pero si a Alberto le horrorizan los truenos!- apenas articulaba la hermana.

   –  ¡Dios! ¿Qué le habrá ocurrido?- se inquietaba el padre.

Llamaron por teléfono a todos los vecinos y amigos del niño. En unos minutos el teléfono resultó inútil, saturado por un sinfín de llamadas de todos los conocidos interesándose por los acontecimientos.

Más tarde, sintiéndose ya desbordados, se inició una búsqueda descontrolada por las fincas próximas, calles adyacentes, solares abandonados, obras,….

La alarma se generalizó.

Curiosos, enteradillos, algún morboso… los comentarios macabros surgían ya sin reparos.

Por el barrio, entre la lluvia, chorreaban las suposiciones, las advertencias, los picios desproporcionados etc. La tormenta se desató orgullosa ante tantos espectadores, llovía con una intensidad horrible, dadas las circunstancias. El cielo lucía sus más vellos tonos: gris brillante, rosados, azul púrpura… iluminándose con mil rayos por todas partes y haciendo temblar el suelo y los corazones tristes.

Todos los esfuerzos acabaron en una terrible derrota: Alberto no aparecía. La familia quedó en silencio, un profundo, desconocido, increíble silencio. El padre precisó asistencia médica. Su cansancio, su pena, su miedo, su impotencia, su rabia, fueron más fuertes que él.

La realidad demostró su baza cruel: Alberto había desaparecido.

Capítulo III. La explicación.

Mientras, Alberto, en otro lugar no lejos de allí, curaba sus heridas y se debatía apesadumbrado entre las ganas de volver a casa y el terror a las consecuencias de su huída.

¿Qué había ocurrido?

 En las afueras del barrio de Alberto había una cárcel, conocida por todos y que nunca había ocasionado perjuicio alguno a la comunidad, incluso muchos habitantes de la población trabajaban en el recinto penitenciario.

El miércoles – día en que desapareció Alberto – ocurrió un suceso sorprendente en la carretera que llevaba a la ciudad. Un furgón de la Guardia Civil trasladaba a unos pequeños delincuentes a la prisión. De forma súbita el conductor debió sufrir un infarto o una bajada de azúcar mientras conducía y perdió el control del vehículo.

Tras una aparatosa sucesión de golpes contra todo lo que se interpuso en su trayectoria, fue a estrellarse bajo un pequeño puente. Esta situación fue aprovechada por los presos que aún esposados y heridos consiguieron huir. Uno de ellos, Ramón, un joven atolondrado que frecuentaba ambientes poco recomendables, acababa de ser detenido y era conducido a  prisión en espera de juicio.

Ramón había conseguido salir del furgón conmocionado, con una pierna rota, un brazo sangrante, además de múltiples arañazos en el rostro y algún golpe en el tórax. Como pudo, logró alcanzar una pequeña rambla, y por ella, se introdujo en una vivienda de la población manteniéndose oculto en el seto del jardín… de Alberto.

Así, cuando  Alberto –rubio,  pecoso y muy travieso- aprovechó la visita de Clara, la amiga de su madre, para esconderse y retrasar su ducha, se encontró de lleno con una aventura que jamás hubiese imaginado.

Salió de casa por la puerta trasera que daba al jardín, y corrió a esconderse entre los pinitos que circundaban la casa a modo de seto, resguardándola de miradas curiosas.

Esta hazaña no era nueva. Lo había hecho en más de una ocasión, a sabiendas de que el castigo sería duro. Pero le encantaba esconderse y asustar a su madre. Claro que esta vez la sorpresa también sería para él.   

Capítulo IV. La cabaña.

   –  ¡Si gritas te rajo!- chilló Ramón con una voz que parecía un sonajero de chinorros, mientras sujetaba al niño, si aquella cosa que se revolvía como una alimaña en un cepo, podía llamarse niño, intentando taparle la boca para impedir que gritara.

No se lo podía creer. Jamás hubiera creído que esto pudiese ocurrirle. ¿Era él acaso? ¿Él, el que había dicho semejante necedad emulando a los “malos” de las películas? Y ahora ¿qué iba a hacer? ¿Qué iba a hacer con semejante “inconveniente”?

Alberto pataleaba, arañaba, mordía, y Ramón, tan asustado como él, no podía pensar, ni apenas defenderse. Terriblemente confuso trató de protegerse golpeando al niño con fuerza, descontrolado… quizá con demasiada fuerza, y el niño cayó blando y suave a sus pies.

   –  ¡Oh Dios! ¿Qué he hecho? Su mente se oscurecía y su mirada se nublaba por las lágrimas. Pensó volver a huir. ¿Qué podía hacer?

En la casa se encendieron las luces de la parte trasera y oyó los gritos de una señora llamando a su hijo con desesperación.

Comenzó a tronar, y la lluvia racheada por el viento, le traía rumor de voces, golpes de puertas, frenazos de coches…

   –  ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer? – se debatía haciendo gestos reiterativos. ¡El niño me ha visto! ¡Me encontrarán! ¿Y si le ha pasado algo? –palpaba a Alberto con temor -. No,… respira… pero no puedo dejarlo así, sólo bajo la lluvia.

Antes de entrar en la casa, había visto bastante cerca, una especie de chabola, construida quizá por los mismos niños. Lo llevaría allí hasta que despertara. Y luego… bueno…  Después lo pensaría.

Extenuado y maltrecho, roto por la angustia y la congoja, Ramón se arrastró y arrastró consigo al niño, sacando fuerzas de su miedo.

Diluviaba. El suelo embarrado dificultaba aún más sus esfuerzos.

En la choza el niño comenzó a llorar, no tanto porque le dolía el cuello y la cabeza, sino porque no veía, había alguien con él, estaba en un lugar extraño, sucio y frío, y porque había una espantosa y horrible tormenta.

Alberto odiaba las tormentas.

Cuando era pequeño, un día de verano en el cortino de sus abuelos, se desató una feroz tormenta y él vio cómo un rayo incendiaba el algarrobo viejo que había junto a la cuadra, y calcinó a varias ovejas. Desde entonces, pese a sus travesuras, las tormentas lo vencían siempre, y no hallaba consuelo ni en los brazos de su madre que lo abrazaba con ternura, contándole historias divertidas que se llevaran sus temores.

Los rayos, le permitían por instantes tomar conciencia de su situación. Comprendió dónde se encontraba, pero no cómo había llegado hasta allí, ni quién era aquel muchacho que le acompañaba, con un ojo tremendamente hinchado, heridas en la boca y en la mejilla, la ropa destrozada y todo sucio.

Intentó incorporarse, pero ¿qué pasaba con sus manos? ¡Estaban atadas! ¡Atadas con unos cordones negros de unas botas!

Intentó hablar, pero no sabía qué decir. El miedo lo aturrullaba. Oyó que el chico se acercaba.

   – ¿Estás bien?- era una voz agradable.

Alberto movió la cabeza queriendo asentir.

   –  ¿Qué… qué ha pasado? – intentó preguntar, aunque su voz le sonó débil y extraña.

         –   Ya te lo diré – respondió secamente el muchacho.

   –   Tengo frío…- balbuceó para sí el niño.

   –   ¿Frío? ¿Tienes frío? ¡Estúpido niño mimado! ¿Que tienes frío? – El joven gritaba fuera de sí- Pues yo tengo frío, y hambre, y me duele todo el cuerpo, y estoy cansado y…

Se le escapó un sollozo profundo, como un quejido de rama seca, y lloraba con rabia, dando patadas a unas latas viejas.

   –  ¡Maldita sea, maldita sea!- gemía desesperado.

Alberto lloraba sin vergüenza, intentando hacer el menor ruido posible, pero su cuerpo se convulsionaba irremisiblemente sacudido por el pánico.

   –  ¡Tenemos que salir de aquí! ¿Me oyes chico?- y lo sacudía torpemente. ¿Me oyes? ¡Tenemos que salir de aquí!

Alberto daba cabezaditas queriendo afirmar como un autómata, y sus gemidos escapaban a borbotones rítmicos cada vez más fuertes.

   –  Escúchame chaval –intentó suavizar Ramón- No quiero hacerte daño. Lo siento. Perdóname. Has sido tú quien lo ha estropeado todo. ¡Maldita sea! ¿No tenías nada mejor que hacer?

Alberto lo observaba boquiabierto sin comprender nada. Tiritaba de frío y estaba completamente empapado.

   –  Vas a coger una pulmonía, demonios –proseguía Ramón, intentando cubrirlo con so chaqueta- ¿Quién te mandaría a ti…? Bueno. Vale. Ya está. Esto hay que arreglarlo. Escúchame bien niño. Yo no quiero hacerte daño, pero tú te lo has buscado y ahora estamos juntos en esto. Tendrás que ayudarme ¿Te enteras? Tenemos que salir de aquí.

Ramón se sentía atrapado en la más hostil y oscura pesadilla de su vida. Sólo que ésta  era terriblemente real.

El frío le entumecía los huesos doloridos, y las palabras escapaban duras y frías de su boca porque le castañeteaban los dientes. No podía rendirse a su terror. Debía encontrar una solución.

Se acercó al niño, rodilla en tierra, y haciendo gestos descoordinados le decía:

   –  Oye niño, cálmate y escucha. Si no salimos de aquí enfermaremos los dos. Seguro que tú sabes si hay aquí cerca alguna casa abandonada o algún lugar donde podamos escondernos. Prometo no hacerte daño. Piensa algo. ¿Sabes?. Me llamo Ramón y podría ser tu hermano. Yo tengo un hermano de tu edad. Vamos, tranquilo, no pasa nada. Vamos a salir de aquí, y descansaremos, y mañana veras como todo se arregla. ¿De acuerdo?

Alberto intentaba comprender, pero el miedo no le dejaba reaccionar.

   –  ¿Me oyes chaval? Oye… no te duermas, dime ¿cómo te llamas?

   –   A..A..Alber..Alberto.

   –  Bien, Alberto. Vale. Escucha.                                                                               

Ramón, repetía las mismas palabras, una y otra vez, sin encontrar las precisas para calmar al niño y aclarar la situación. Inició una conversación trivial de breves preguntas y respuestas. Poco a poco el niño dejó de llorar, y lo miraba con curiosidad.

   –   Alberto, debemos salir de aquí. Trata de pensar. Yo no conozco esto. Necesitamos un lugar donde estemos solos, a cubierto, un par de días, no más. Te lo prometo. Luego te dejaré marchar.

El niño, todo ojos, lo examinaba temeroso.

   –  ¿Me …me vas a matar?- inquirió.

   –  ¡Claro que no, tonto! Yo no he matado en mi vida más que unos gorriones cuando era chico, y todavía me avergüenzo. No tengas miedo. Yo no soy malo. Salgamos de aquí y te lo explico todo tranquilamente. Venga, ¿conoces algún lugar?

   –   No sé –Alberto empezaba a reaccionar-. Hay un sitio… pero es peligroso.

   –  ¿Por qué?

   –   Existe un viejo aljibe, cerca del puente de la autovía… Es un aljibe muy grande. Dicen que de la época de los moros.

         –  ¿Podremos llegar hasta allí?

   –   Sí.  Yo sé cómo entrar. Me lo enseñó mi padre.

   –   ¿Y no nos buscarán?

Alberto  pensó en sus padres. ¡Con lo buenos que eran! Él ya se había escondido otras veces, dándoles algún que otro sustillo, pero esta vez…

   –  Yo no pretendía…

   –  ¿Qué? – se sorprendió Ramón.

   –  Nada. No era contigo, estaba pensando en mis padres.

   –  Anda déjalo ya. ¿Prometes no escapar?

   –  Sí- contestó el niño. Porque no tenía ningún plan, pero ya se le ocurriría.

Capítulo V. El aljibe.

Amanecía. El cielo estaba plomizo y pesado. Había torrenteras por todas partes. Las ramblas llevaban agua.                                                                                                        

  Ramón se quejaba. Le dolía una pierna.

A Alberto empezaba a dolerle el pecho. Tenía frío.

Cruzaron la carretera, y anduvieron campo a través hasta descender una pequeña loma llena de matojos pinchudos.

El niño pensó en su casa, en su cama, con su precioso edredón de plumas. ¡Lo que daría por un vaso de leche calentita con Cola-cao!

El aljibe sorprendió a Ramón. Era un lugar  “chulísimo”, con un techo abovedado de ladrillo y restos de colchones y muebles dolorosamente inservibles. Justo lo que necesitaban. Se sentía exhausto. Tendrían que dormir.

Con los mismos cordones con los que había maniatado a  Alberto, se ató él ahora al niño, para impedirle que escapara mientras dormían.

Se acostaron en un mugriento colchón, agujereado en el centro, por donde escapaban restos malolientes de esponjilla. No importaba. Compartieron unos plásticos repugnantes para cubrirse y apenas se echaron sobre el colchón, quedaron sumidos en un profundo sueño.

El sol lucía alto cuando Ramón percibió que algo se movía a su lado.

Entreabrió los ojos y notó un inmenso dolor que no lograba ubicar. Su ojo… Apenas podía ver. Su pierna… No podía moverla. Intentó palparse. Su mente comenzó a despertar. El niño que dormía junto a él, balbuceaba palabras incomprensibles y estaba muy caliente, demasiado caliente, comprendió Ramón. Desató su mano de la del niño y trató de asumir el momento.

Atisbó una especie de hornacina en una oquedad de la pared y creyó ver…¿comida? Su cuerpo se negaba a secundar sus ansias. Como pudo se arrastró hacia el lugar. Tras unos cartones había restos de comida: latas sin abrir, una navaja oxidada, bolsas de frutos secos ya caducados, una botella de vino a medio vaciar, restos de refrescos…

Él nunca había sentido aquel inmenso agujero en el estómago. Comprobó las existencias y tomó lo que consideró comible.

Tenía que pensar, se dijo. Con la vieja navaja abrió una lata de sardinas, que así, frías y sin pan, le supieron a rayos. De un trago apuró uno de los restos de refrescos que sabía fatal, pero adormeció aquella aguda quemazón que le ardía en el estómago.

Tenía que pensar.

El niño apenas se movía. Lo despertaría para darle algo de comer. Lo último que necesitaba era que el chiquillo enfermara.

Recordó el furgón, la huída.

Claro. Lo andarían buscando. Pero él era inocente. Debía serenarse. Debía confiar en la justicia. Debía entregarse y confiar. ¡Oh Dios! Su madre, su pobre madre…¿Qué pensaría?

Se acercó al niño y trató de despertarlo. El niño tenía sueño y fiebre, mucha fiebre. Lo incorporó y trató de despabilarlo:

   –   Vamos Alberto, vamos bebe… Le dio un trago de la botella de refresco. Sin duda allí debía guarecerse algún pastor, algún vagabundo, o  tal vez, cazadores. ¡Vete a saber!

   –  Alberto, despierta. Oye, escucha. Tienes que despertar.

Al niño le dolía terriblemente la cabeza y se quejaba. Miró asustado a su alrededor y se echó a llorar. 

Ramón intentaba consolarlo.

   –  Te sacaré de aquí. Vamos come algo. Escúchame, -y le daba golpecitos en la cara-. Alberto, soy Ramón. Ayer cometí un grave error. Perdóname. Me acusan de atropellar a un niño, pero yo no he sido. Te llevaré a tu casa y me entregaré. No tengo derecho a hacerte esto. Venga, trata de levantarte.

Envolvió al niño en los plásticos y se los fue atando con trozos de cuerda deshilachada a modo de impermeable, y apoyándose uno en el otro, iniciaron el regreso…

   –  A Dios sabe qué…- pensaba Ramón.

Pero no tenía opción. Su pierna debía estar fracturada y el niño podría tener pulmonía. No podía arriesgarse a que le ocurriese algo al niño. Sólo eso faltaría.

El retorno resultó peor aún que la ida. La llovizna persistía y el suelo se hacía más difícil y resbaladizo. Los dos estaban agotados y el camino se hizo muy, muy largo. No se toparon con nadie.

   –  No, si hasta tendré que alegrarme de este tiempecito – sonreía apenas el muchacho.

Volvieron a desandar el ramplón y se introdujeron en la casa por el mismo desperfecto de la valla. Ramón sentía que no podía llegar. Prácticamente arrastraba al niño que estaba como atontado.

Se acercó resuelto a la puerta de atrás de la casa y empezó a golpear con los puños. Oyó un rumor de pasos indecisos, y una señora llorosa envuelta en una bata arrugada, les abrió la puerta.

    –  Señora – acertó a decir Ramón – necesitamos un médico.

Capítulo VI. El fin.

Alberto pasó doce días en cama.

Al principio, cuando su mente le traía evocaciones de aquella extraña noche, él creía que eran alucinaciones producidas por la fiebre. Más tarde, cuando sus padres empezaron a interrogarle sobre lo sucedido, comprendió que todo había sido absurdamente real.

¿Y Ramón? – preguntó cuando sus ideas estuvieron en orden.

-Está bien. Pero aún no se sabe qué va a pasar con él.

Ramón había sido conducido al hospital junto al niño. Allí lo encontraron su madre y su abogado, más  enfermo de pena y de vergüenza que por sus heridas.

Tuvieron que hacerle múltiples curas y escayolarle el tobillo.

Antes de que él ingresara en el hospital, su amiguete Manolo –el Cholo- había sido detenido acusado del asesinato que anteriormente le atribuyeron a él. Lo habían delatado los otros chicos de la banda, tras una ronda de interrogatorios.

Él tenía pendiente el asunto de Alberto, pero los padres del niño habían retirado la demanda por secuestro. Durante su estancia en el hospital habían mantenido largas charlas con Ramón. Eran buena gente, y pese al mal recuerdo de aquella noche, comprendieron la difícil situación del chico, y trataron de brindarle una oportunidad. La buena madre de Ramón, no dejó de agradecerles el apoyo prestado, y casi sin darse cuenta, entre ambas familias surgió una bonita amistad.

Ramón dejó de andorrear las calles. Consiguió un empleo a través del padre de Alberto y finalmente, gracias a una beca, pudo proseguir sus estudios.

Alberto no volvió a esconderse nunca más. Sus padres consideraban una suerte que hubiera sido Ramón quien cogiera a su hijo. En aquella época Ramón estaba un poco perdido, pero era un buen chaval.

Alberto dejó de temer a las tormentas y como regalo por aquella aciaga noche encontró en Ramón el hermano mayor que siempre había deseado.

Siempre queda la esperanza…

2 comentarios en «Ramón»

  • Me ha encantado el cuento de Ramón. Son dos personajes entrañables… Y el final es muy esperanzador… como a mi me gusta…

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