Relatos

TUAREG

Si alguna vez venís a visitarme, justo cuando entréis al salón de la casa, comprenderéis lo que quiero decir. Porque estoy segura que no os va a impresionar el modo en que la luz penetra por los amplios balcones inundando la casa de una atmósfera dorada y alegre que te hace olvidar que es una casa humilde y un poco pequeña. Tampoco os va a impresionar la limpieza impoluta y el cuidado orden de la sala. Lo que, sin duda veréis, incluso antes de franquear la puerta, serán sus ojos. Si. Sin duda quedareis absortos, sin entender por qué en su enigmática mirada, en la triste expresión de su noble rostro delgado y fuerte. Tratareis de mirar, esta vez, poniendo atención, buscando qué es aquello que te atrapa de sus ojos. Os acercareis. Admirareis el maravilloso tono azul índigo de su turbante, las arrugas profundas en su rostro, la marca prominente de su nuez. Sentiréis que parece que va a comenzar a hablar, que quiere deciros algo.

Ya habréis analizado el conjunto, pero seguiréis sintiéndoos atrapados en su mirada. Ya nunca olvidareis esa mirada.

Probablemente, alguien habrá interrumpido la conversación que habíamos iniciado para preguntar.

– ¿Quién es?

Y entonces yo, toda orgullosa os contaré su historia, que es también mi historia.

Mi abuela nació en África. Nunca supo dónde, ni cuándo. Mi bisabuelo era un contable francés que trabajaba para una empresa de ferrocarril. Mi bisabuela era hija de un ingeniero de minas. Se conocieron y casaron en Marruecos. Pero no tuvieron hijos.

Un pastor encontró a una niña sola, perdida, vagando en los límites del desierto cerca de Zagora.

Quizá sus familiares habían sucumbido a la hambruna ocasionada por una persistente sequía que aquel año fue especialmente terrible. Los habitantes del desierto jamás abandonan a nadie.  Era una niña preciosa, y estaba deshidratada, quemada y herida. Además, había perdido el don de la palabra. Sin dudarlo, la llevó a su casa.

Mis abuelos hacían turismo en la zona, y el guía que los acompañaba enfermó gravemente, comentaron que quizá de apendicitis, y ellos tuvieron que buscar ayuda y refugio entre los habitantes del lugar. Como quiera que fuese, tuvieron contacto con la familia de pastores y por una cantidad mínima compraron a mi abuela. No entraremos en detalles. Eran otros tiempos. Para ellos fue su hija y como tal la amaron y cuidaron. Dicen que yo tengo sus ojos, comentaré sin presunción. Pasado el tiempo mi abuela regresó a España, se casó, tuvo a mi madre y al final llegué yo. Mi abuela me contaba que desde su casa de Marrakech se veía la Koutouvia, y que su lugar preferido era la plaza Jamaa El Fana, con esa mezcla inconmensurable de vida, olores y sonidos. Que las estrellas en el desierto son gordas como puños. Toda su vida amo la profusión de colores que siempre dejaba patente en su vestuario. Me contaba, que se burlaban de ella llamándola la francesita loca.

Ella no supo de su adopción hasta pasados muchos años, pero siempre conservó el amor por su tierra. La gente tiene miedo a lo desconocido – me decía-. Por eso es tan importante conocer otros mundos, otras culturas, otras gentes. Solo se ama lo que se conoce.

Perdón. Acostumbro a perderme en mis divagaciones. Voy a intentar contarles lo importante. Un día próximo a la Navidad, cuando mis abuelos ya vivían en esta ciudad, y mi madre latía en su vientre, iban dando un paseo por las calles del centro. Charlaban alegres y despreocupados, cuando de improviso mi abuela se quedó inmóvil, como petrificada ante un escaparate.

Miraba lo mismo que ustedes están mirando ahora. Ella no supo qué le ocurrió ni qué recuerdos turbaron su mente. Toda temblorosa se acercó al cristal, mientras las lágrimas caían irrefrenables por su rostro. Miraba un cuadro sin poder apartarse del cristal.

Se trataba de una exposición. El precio del cuadro era totalmente inasequible para su enorme pobreza. Lo habían perdido todo antes de volver.  Se alejaron de allí y mi abuela no volvió a mencionar el cuadro ni volvieron a comentar lo ocurrido.

Varios meses después, el día de su cumpleaños, encontró un envoltorio en papel de embalar en la cocina. Lo abrió intrigada y allí lo encontró.

Mi abuelo lo había comprado para ella usando todos sus ahorros y algún préstamo que le costó pagar.

Entonces suspiraré feliz y satisfecha.

– Así que este es mi tuareg. El regalo más hermoso de mi abuela. Desconozco su valor y no sé si será una obra de arte, pero sin duda es una obra de amor.

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