Cuentos

Carlos

Carla no había nacido en Almería. Sus padres vivían en un minúsculo pueblo de la Alpujarra granadina cuando ella nació. Los dos habían vivido toda su vida en uno de los barrios dormitorio de Madrid. Ambos habían estudiado en la misma universidad y habían comenzado su vida laboral en una gran compañía, en un edificio muy alto que tenía unos grandes ascensores y salas inmensas, llenas de trabajadores y ordenadores.

Un día, los dos se dieron cuenta que llevaban casi todo el tiempo de sus cortas vidas encerrados: en casa, en clases, en gimnasio, metros, oficina, centros comerciales… Y en ese instante, decidieron que ya estaban cansados. Necesitaban aire, sol, luz. Necesitaban un cambio. Cambiaron de hábitos, de trabajo y de rutinas.

En la Alpujarra encontraron montañas tan altas, que se sentían en el techo del mundo, mucho más cerca del sol y las estrellas. Allí, veían cada día cómo se desperezaba el sol con un hálito de frío y niebla, para imponerse orgulloso y poderoso después, haciendo crecer vida verde por todas partes, incluso sobre y entre las rocas. Allí, se oía el arrullo alegre y saltarín del agua en cualquier recodo. Y cuando el sol, tras su largo paseo, se escondía a descansar, dejaba tras de sí un polvo mágico de luz dorada, que arropaba los campos mientras estos se ponían su traje oscuro de noche. Entonces, un universo infinito de estrellas les guiñaba con simpatía, y comenzaba la música nocturna, siempre hermosa y excitante en cualquier estación.

Cuando llegaron a la Alpujarra, la semillita de Carla ya vivía en el vientre de Elena. Y Elena nunca se sintió tan feliz, ni tan creativa. Carlos había conseguido trabajo en una pequeña sucursal de un banco. Elena se tomaría un tiempo de descanso.

Nada importante. Nada complicado. Nada estresante. Justo lo que necesitaban.

Compraron una pequeña casita que tenía bastantes años, pero estaba muy cuidada. Era toda blanca, con techos planos de launa y ventanas estrechas con muros gruesos. La puerta quedaba bajo un tinao, lo que les permitiría decorar la entrada con algunas plantas de flor, pese al frío del invierno. Uno de los laterales, daba a un bancal que pertenecía a la casa. Allí proyectaron plantar un huerto.

De todos sus hábitos, el único que no cambió para ellos, fue la lectura. Lo único que se trajeron de Madrid, fueron varias cajas de libros, los comics de Carlos y sus discos de vinilo. Las largas veladas junto a la chimenea, eran maravillosas cuando hacía frío, y fabulosas en la puerta de casa, bajo las estrellas, cuando hacía buen tiempo. ¡Estaban tan cerca del cielo!

La llegada de Carla los inundó de alegría. Eran felices como niños. Los tres pasaban todo el tiempo juntos, jugaban juntos, paseaban juntos, reían juntos, soñaban juntos. Los días transcurrían repletos de sorpresas y descubrimientos, de novedades. Su inmenso parque de juegos eran el pueblo y las montañas.

Carla aprendió a trepar las empinadas cuestas con habilidad circense. Se colgaba de cualquier cosa. Aprendía todo. Disfrutaba todo. Conocía todas las pequeñas plantas, todos los árboles, todos los bichitos, todos los animales. Las gentes del lugar la adoraban. Había heredado de su madre sus inmensos ojos negros y su pelo liso y brillante. También tenía la boca risueña y la hermosa sonrisa de su padre. La peinaban con una melenita corta y flequillo. Parecía una pequeña muñeca japonesa.

Los días transcurrían lentos y alegres. Cada instante del día era un regalo de la vida. Elena y Carla aprovechaban la mañana con pequeñas tareas como buscar flores, visitar a los vecinos, hacer pan, contar pajaritos, bajar al riachuelo a ver ranitas, aprender una canción… Casi sin darse cuenta, llegaba el momento en que se les unía Carlos y aún era más divertido seguir con las tareas. Al caer la noche, llegaba el momento de viajar con la mente. Carlos leía a su hija durante largas horas, mientras le enseñaba y comentaba las ilustraciones que encontraba. Jugaba con ella, sin darse cuenta del transcurso del tiempo. Sus historias, hilvanadas a medias entre la realidad y la fantasía, entre la lectura y la imaginación. Juntos jugaban a disfrazarse y daban vida a los cuentos. Papá se convertía en mago, en pirata, en ondina, en tortuga…La casa estaba llena de libros, de preciosos cuentos ilustrados. En la mesita del salón, había libros que fascinaban a Carla. Había uno con fantásticas fotografías de bosques, de selvas, desiertos, de las aguas del mar, de ciudades lejanas, extrañas y sorprendentes. A veces se dormía feliz en el sofá, viajando por esos extraordinarios lugares, siempre con una sonrisa.

El primer libro de Carla, se lo hizo su madre antes de nacer. Era una autentica obra de arte. Elena pintó cartones duros de todos los colores que encontró, y los llenó de cromos maravillosos de flores, de frutas, de juguetes, de mariposas, de animalitos, de hojas y de dibujos. Luego lo plastificó con muchísimo cuidado y Carlos la ayudó a encuadernarlo con unas anillas metálicas. A Carla le encantaba. Y a Elena le encantó este trabajo, y a ello se dedicó.

 Diseñaba libros maravillosos, de tela, de cartulinas, de cartones de colores, hasta de plástico reciclado. Su mejor crítica, era siempre Carla, que analizaba atentamente con sus pequeñas manitas, cada nuevo cuento. Los textos los inventaban Elena y Carlos juntos. Solo tenían que mirar a Carla, se miraban ellos y comenzaban a hilvanar frases llenas de ilusión, que después completaba Elena, con dibujos y diversos materiales que embellecían el cuento, y mucho arte de sus hábiles manos.

Carla crecía feliz. Comenzó a ir al colegio y en seguida aprendió a leer. Le encantaba leer. El colegio era muy pequeño y compartían clase niños de distintas edades. Contaban con una pequeña biblioteca y así Carla tuvo acceso a un montón de libros. Elena aprovechaba algunas mañanas para presentar sus cuentos en las librerías de la ciudad, y regresar con nuevos libros para leer todos. Ahora, algunos de los juegos a la luz de las velas, se habían transformado en fantásticos viajes por el mundo de fantasía.

Una mañana, la nieve caída durante la noche estaba demasiado fría, tan fría, que casi toda era hielo. El coche de Elena resbaló sobre un trozo de nieve helada y voló hacia el infinito barranco sin un ruido, sin un golpe, sin un adiós. Carla esperaba sentada en el tranco del colegio. Elena no regresó a buscarla.

Un año más tarde, Carlos aceptó un nuevo trabajo en la costa de Almería. Habían dejado de gustarle la nieve y las altas montañas. Ahora vivirían cerca del mar.

Carla iba a cumplir siete años y se había convertido en una niñita muy callada. Se le quedó la alegría en la nieve. Aún seguía leyendo mucho, qué otra cosa podría hacer, si ya no jugaban, ni reían, ni paseaban, ni hacían nada interesante. Carlos intentaba acercarse a su hija y hacerla reír, pero cuando la niña iniciaba una minúscula sonrisa en agradecimiento, él volvía a ver en ella a Elena, y huía sin saber evitarlo.

Había contratado a una buena mujer, Inés, que se ocupaba de las tareas de hogar y de la niña, y él vivía volcado en su trabajo. Pasaba todo el día al ordenador. Había inventado un nuevo sistema de aplicación de su proyecto, y lo habían ascendido de categoría. Ahora, además, era responsable de un equipo de trabajadores. No le quedaba tiempo para nada. No tenía tiempo para pensar. Era su objetivo.

Carla se sentía profundamente sola. Inés era muy buena con ella, pero no era su mamá. Además, aunque le daba muchos besos, no sabía apenas jugar. Nunca se le ocurrían ideas, ni hacia cosas divertidas. Y papá ya ni le leía cuentos por las noches. A veces lo esperaba y lo esperaba, pero llegaba después que se hubiera dormido. En su pequeña mente, los maravillosos recuerdos comenzaban a desvanecerse. Ya no quería dormir. Tenía miedo de que una mañana ya no recordara el pasado, su Alpujarra, su mamá. Cuando se iba Inés y papa creía que dormía, se levantaba, encendía la luz y se ponía a leer. Y así lo hizo durante muchas noches.

Inés la veía más apagada cada día, con ojeras, casi no comía, no comprendía qué le estaba pasando. Ella se desvivía para cuidarla lo mejor posible, para darle cariño, para hacerla reír, pero la niña cada día estaba más triste, más callada.

—Carlos, la niña está enferma- Le dijo a su padre en cuanto lo oyó entrar-. No sé lo que le pasa, pero no está bien, y yo ya no sé qué hacer. Deberíamos pedir ayuda.

Carlos sintió como si el universo entero estallara sobre su cabeza. Inmóvil, no podía articular palabra, sintió que el corazón se le desbocaba en un desenfrenado galope que dolía. El peso de la culpa le lastraba los pies y un sollozo antiguo se le atascó en la garganta.

—¡Mi niña!

El maletín y la chaqueta cayeron al suelo. En dos saltos, subió la escalera hacia los dormitorios, entró en el cuarto de Carla y desde abajo, Inés oía los sollozos desgarradores de Carlos, lleno de pesar. Pero ya era tarde. Carla no reaccionó a las caricias ni a las promesas de su padre. Seria y callada, lo miraba con los ojos muy abiertos, como si lo mirara desde muy lejos, como si no lo viera, como si no lo oyera, como si no sintiera nada. Y Carlos muerto de miedo, la abrazaba y mecía, lleno de amor.

El medico justificó su situación por el trauma sufrido. No había problemas físicos. Solo necesitaba comer mejor, descansar y un poco de alegría. Carlos supo que él tenía que encontrar la solución, y recuperar a su hija.

—Lo haré. Volverás a ser la Carla de siempre. Volveremos a ser los de antes. Y será como si mamá siguiera con nosotros. Lo haré Carla. Lo conseguiremos.

Carlos, pidió una excedencia en su trabajo para recuperar su vida. Tenía un poderoso motivo por el que luchar. Tras un par de días de descanso en casa, llevó a Carla de nuevo al colegio. Después, se acercó a pasear por la playa intentando poner orden en su mente. Necesitaba comprender que le estaba ocurriendo a su hija, y como solucionarlo. Ella, siempre tan alegre, tan vivaracha, estaba apagándose como un adulto aburrido. Necesitaba comprender, necesitaba llenarla de ilusión, hacerla reír, despertarle las ganas de aventura, de hacer locuras, de jugar, hacerla soñar.

Había llovido durante la noche, y el día amaneció brumoso y húmedo. Ahora las nubes empezaban a abrirse y un rayo de sol lo acarició con tibieza.

Se había alejado bastante del lugar donde dejó el coche, pero aún era temprano y le apetecía caminar.

Miró hacia el horizonte, hacia poniente, y una idea confusa comenzó a llenar su mente. Miró hacia un lado, hacia el otro, no se veía a nadie. Por eso le encantaba pasear por allí. Era como si el mar le perteneciera, como si fuera solo para él. Esas nubes, que cosa más rara, da la impresión, parece como si, no, no es posible, cómo va a ser eso… Abría y cerraba los ojos perplejo, intimidado, sorprendido. Algo que parecía flotar sobre el mar iba tomando forma.

Carlos parpadeaba y sacudía la cabeza intentando alejar de su mente la idea que cada vez le parecía más certeza.

—Parece, es, pero es imposible, es la Torre de Marfil, es la torre donde vive la princesa de Fantasía. Estoy seguro de haberla visto en algún cuento. Pero no es posible. Es una ilusión.

 Se secaba las manos sudadas en el pantalón. Miraba a ambos lados, para ver si alguien veía lo que él, y sacudía la cabeza incrédulo y sorprendido. Parpadeó varias veces, nervioso, y aquella imagen no solo no desaparecía, sino que se iba haciendo cada vez más definida, más perfecta, más hermosa. Las nubes bajas se agruparon para diseñar una escalera perfecta, de amplios peldaños que unía la entrada del maravilloso castillo con sus propios pies. Carlos no comprendía nada, pero intuía que aquello que estaba viviendo era real, todo lo real que puede ser una fantasía. Siempre se lo decía a Carla. Todo lo que seas capaz de imaginar, podrás hacerlo realidad de algún modo. Y ahora era su turno. Tenía que creer. Tenía que ser verdad. Carla lo creería. Así que, con algo de torpeza, pero con decisión, pisó el primer deshilachado escalón de nube. Para su sorpresa, era absolutamente fuerte y resistente, y ascendió confiado hasta la entrada.

El castillo, que le pareció de un blanco de nieve, se iba haciendo transparente. Era como de cristal impoluto. Una arcada enlazada de rosas franqueaba la entrada hacia un enorme salón lleno de luz.

Allí todo era blanco. No puede ser. Es imposible, se decía. Debo estar soñando.  Sonriendo travieso, estaba Fujur, el dragón de Fantasía, y a su lado, el conejo de Alicia con su enorme reloj, y un enorme tigre rayado de color blanco, y una pequeña ballena blanca, y un elegante unicornio de largo cuerno y brillantes crines, y la dulce princesa que recordaba, y a su lado, lo único realmente negro de la sala, el cabello de su preciosa hijita con sus hermosos e inmensos ojos negros muy abiertos.

Avanzó feliz hacia ella y la princesa le preguntó:

—¿Cuál es tu número preferido?

Carlos sorprendido respondió:

— El, el, el siete..

Y la princesa prosiguió.

—Si quieres recuperar a tu hija, deberás luchar por ella, deberás devolverle la ilusión y la alegría. Si no lo consigues, Carla será una niña triste toda su vida.

Carlos no se atrevía a preguntar nada, ni a comentar nada. Solo podía mirar a su hija y sonreírle desde el corazón.

—Tendrás que superar siete difíciles pruebas. -continuó la princesa- Si tienes suerte y fe, podrás conseguirlo. Yo no puedo ayudarte. Mientras tanto, cuidaremos de tu hija. Vete. Solo podrás encontrar de nuevo el camino cuando lo hayas logrado. Recuerda que la fantasía existe, y que solo mediante ella lo lograrás.

Dicho esto, el castillo comenzó a desvanecerse y aunque intentó abrazar a su hija rápidamente, ya no había nada a su alrededor.

Miró a sus pies, y se sintió atrapado en un enorme bloque de piedra. No podía moverse. Sus pies estaban ocultos en la roca, como si estuviera sembrado en ella, casi hasta las rodillas. A su alrededor se apreciaba un umbroso bosque, salpicado de cuando en cuando, de espacios pedregosos, como aquel en donde se encontraba.

No recordaba nada, ni sabía que estaba haciendo allí.

Intentaba moverse, pero no podía. Era extraño, no sentía dolor, ni frío, ni cansancio, ni hambre. Estaba perfectamente, solo que, incrustado en la roca.

Trató de recordar quien era y cómo había llegado a esto. Sabía que esa no era su forma natural. Sentía los pies bulliciosos ansiando escapar de su dura cárcel. Era un paisaje precioso, todo estaba en silencio, ni brisa hacía. Pensaba y pensaba, pero no tenía recuerdos que aclarasen su situación. Formaba parte del paisaje. Eso debía ser. Y se sintió cómodo y tranquilo enhiesto sobre su roca, como un ser más de aquella bella naturaleza tranquila. Estaba sembrado en la piedra. Pasaban las horas y nada cambiaba. No había sol, que marcara el ritmo exacto de las horas. Solo había luz, la misma luz. No había tardes, ni mañanas, ni sombras ni estrellas. Carlos estaba allí. ¿Pero acaso era realmente Carlos? ¿Sin memoria, seguimos siendo los mismos? No. Carlos no sabía quién era, ni que estaba haciendo allí, ni porqué estaba en esta situación, ni recordaba que tenía a una hija a quien salvar. Su Carla. Su querida Carla.

Nunca supo cuánto tiempo habría transcurrido, porque nada existía en su memoria. ¿Nada? En algún momento, una pequeña sombra se deslizó en silencio sobre su pierna. ¿Qué cosa era esa? Era viscoso y suave, algo fresco, y llevaba una curiosa piedrecita en forma de espiral sobre su único pie.

—¡Un caracol! –  recordó-. ¡Es un caracol!

Y tras esta idea, se agolparon veloces en su mente un sinfín de recuerdos extraños, en los que destacaba la imagen sonriente de una niñita de pelo negro, con un pequeño flequillo cortado recto sobre sus ojillos inteligentes.

—¡Carla!

 Su corazón empezó a bombear a velocidad de vértigo y Carlos se balanceó peligrosamente sobre su roca.

—Pero ¿qué demonios? ¿Qué ocurre aquí?  ¿Cómo es posible? ¿Estaré soñando?

Carlos boquiabierto tomó conciencia de su absurda situación. Pero ¿cómo? ¿qué había pasado? Cerró los ojos y la imagen de su hija le trajo otras muchas, felices, divertidas, increíbles, asombrosas y tristes, tristes, tristes, tristes… Abrió los ojos y recordó. Carla en el castillo de cristal. Las pruebas. Eso debía ser. Pero, quién habría podido meterlo en la roca sin romperla, y qué lugar era este tan extraño, tan silencioso, tan irreal.

Tenía que salir de allí. Ir a buscar a Carla. Forcejeó, y supo que era imposible. Comenzó a pedir ayuda a gritos; ni siquiera se oía el eco de sus gritos. No entendía nada. Piensa, piensa, se decía. Pero ni aumentaban las sombras, ni soplaba una brisa, ni se oía un canto de algún ave a lo lejos…No puede ser. Esto no es real. Recordó entonces a la princesa.

— “Tendrás que superar siete difíciles pruebas.”

 Eso era. Sí. De eso se trataba. Una prueba. Pero cómo salir de la roca. Dónde estaba en realidad. Quién podría ayudarlo. Trataba de pensar y por más que se esforzaba, ni una idea lógica acudía a su mente científica.

—Es imposible. No tengo herramientas ni posibilidad de fabricarlas. Piensa, Carlos piensa. – Pero no se le ocurría ninguna idea que le ofreciese opciones.

—“Recuerda que la fantasía existe, y que solo mediante ella lo lograrás.”

— ¡La fantasía! Sí. Si estuviera aquí el Comerrocas de la historia interminable, podría liberarme con facilidad. Claro, por eso el caracol, era una pista para ayudarme…. ¡¡¡Señor Comerrocas, Señor Comerrocas!!! – gritó con todas sus fuerzas.

 Un rumor creciente y sostenido comenzó a surgir del suelo. Un rugido telúrico, un temblor espeluznante comenzó a mover la roca, y un enorme ser, hecho de piedra, apareció de la nada con un estruendoso ruido y una sonrisa burlona.

—Je,je,je,, ¿me has llamado?..

—Si, si- balbuceó Carlos con total normalidad- ¿podría ayudarme a salir de aquí?

—Por supuesto- respondió Comerrocas- con mucho gusto- dijo mientras sacaba una larga lengua de piedra para relamerse la boca, -con mucho gusto,je,je.

Y mientras Comerrocas comenzó a morder la roca con un infernal ruido, Carlos entrecerró los ojos y de pronto se sintió transportado y libre.

Al abrir los ojos, se sintió caer en unas aguas profundas y frías. Aguantó la respiración y pataleó con fuerza hasta conseguir emerger

—¡Puf! Casi me ahogo- pensó Carlos- Vaya, estoy en un rio precioso.

El sol, se abría paso entre las altas ramas de los árboles de ribera, que oscurecían las aguas saltarinas del rio. Una pequeña cascada salpicaba las brillantes rocas, y un rumor de vida y frescura inundaba todo. El agua era limpia y fresca.

—¡¡Al ataque!! ¡Vamos a por él!

Unos gritos infantiles se oían sobre el rumor del agua. Una lluvia de pequeñas flechas artesanas, caía a su alrededor, sin fuerza ni acierto. Carlos giraba en torno a sí mismo, buscando el origen de aquello. Un aullido largo le indicó el camino. Tras los árboles, un grupo variopinto de niños disfrazados de indios, preparaba el ataque.

—¡Ya es nuestro! -animaba el más rápido- – ¡Lo tenemos!

El grupo comenzó a salir de entre los árboles tomando precauciones defensivas, parapetándose tras los pequeños juncos y arbustos, que circundaban el riachuelo.

Carlos salió de la poza dirigiéndose hacia ellos en actitud tranquila. No entendía nada, pero no había una situación de peligro. Se sentía muy bien allí.

 —Hola. ¿A qué jugáis?

—No estamos jugando- protestó rápido otro niño-. Estamos atacando. ¡Disparad!

 —Vale, vale, tranquilos. No voy a haceros daño.

  —Ah no, y entonces a qué vienes. ¿Quién eres tú?

  —Yo, pues, yo – Carlos se dio cuenta que no sabía quién era, ni que estaba haciendo allí, ni sabía dónde estaba…Yo, no sé quién soy… Acabó diciendo

—¿Y tampoco tienes nombre?

—Pues…. No sé-. Carlos se sentía desorientado y absurdo.

—Bueno, entonces ¿tú tampoco tienes padres? Pareces un poco mayor.

Los niños se miraban unos a otros bastante sorprendidos también, acercándose a Carlos para examinarlo más de cerca.

—Hablemos- dijo uno- Y todos se reunieron en un grupo cerrado para deliberar.

Carlos salió del agua y esperó.

—Vale- dijo el que parecía más mayor- Si no tienes padres ni nombre, puedes ser uno de los nuestros. Luego te buscaremos uno. Y comenzó a presentar a los distintos chiquillos.

 — Este es Manazas, este Pelos, este Silencioso, esta Pecas, esta Pajarito, este Rocas, esta Pluma, este Pupas, este Panocha, bueno, yo soy Rompe. Luego seguiremos. Piensa como te quieres llamar. Si no, decidiremos nosotros.

Carlos se sintió satisfecho y comenzó a seguir al grupo. Había un montón de niños y niñas, de distintas edades y aspecto. Le pareció muy bien. Cogió de la mano a una niña pequeñita, de pelo revuelto, que se iba resbalando, y con ella de la mano, comenzó a tararear la cancioncilla que cantaban los niños.

Llegaron a un pequeño espacio circular entre los árboles, en donde tenían instalado una especie de campamento, con palos y diferentes telas a modo de sombrajo. También tenían una especie de cabañas de palos mal cruzados y techadas con ramas.

—Tenéis unas plumas muy bonitas.

—Si. Tu tendrás que hacerte tu propio tocado. Pero solo de plumas de antipinto. De novato.

—Claro- dijo Carlos con rotundidad- Lo que tu digas.

—Y te llamaras Pescado, porque te hemos sacado del rio.

—Vale, me parece bien.

—Pues ala, Pescado, búscate una ramita y prepara tus flechas. Te ayudaremos.

Carlos se unió al grupo de buen grado, acepto sus normas, y participó de sus juegos, siendo en innumerables ocasiones causa de sus risas, por su torpeza.

Pasó junto a ellos un tiempo indeterminado, hasta que apareció Peter Pan y sus amigos. Entonces, cuando se hizo la noche y se sentaron junto al fuego, Peter pidió a Wendy que les contara un cuento a los niños. Todos la animaron alborozados. Todos, excepto Carlos, que en ese instante se vio a sí mismo junto a su pequeña Carla que lo miraba con sus inmensos ojos negros, esperando el cuento de su papá.

—¡Carla! -recordó Carlos dando un salto-. Me está esperando. Tengo que regresar. Pero ¿cómo?

Su mente comenzó a pensar con desesperación, entre el bullicio y la algarabía de los niños, que ya no escuchaba. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué tengo que hacer para volver?

Pensaba y pensaba, pero no encontraba la solución. Casi sin darse cuenta, hubo un instante de silencio y entonces oyó la dulce voz de Wendy. Los niños permanecían en absoluto silencio y Carlos comenzó a atender el curso de la historia. Él ya sabía este cuento. Se lo había contado a Carla varias veces. Concentrado, y atento al desarrollo de la historia, de pronto se sintió catapultado dentro de un enorme montón de paja.

Se escuchaban los sollozos de una hermosa joven, desde el fondo. Absolutamente quieto y en silencio, oyó como aparecía el Enano Saltarín, que le ofrecía hilar en oro el enorme montón de paja, si a cambio ella le entregaba a su primer hijo. Carlos solo tuvo tiempo de esconderse tras unos toneles que había en el almacén.

La joven lloraba y pedía ayuda al pequeño ser, pero se negaba a prometer semejante atrocidad. Tras largo rato discutiendo, y ante su inminente ejecución si incumplía las demandas del rey, no tuvo más remedio que aceptar, creyendo que habría tiempo más adelante para deshacer este acuerdo.

La paja se transformó en oro, y Carlos estuvo en serio peligro de ser descubierto por los lacayos del rey. Él sabía que aquello podría significar su muerte y debía volver con su hija. 

—Carla ya ha perdido a su madre. No puedo dejarla sola. Tengo que volver-. Y Carlos se debatía pensando cómo escapar de este cuento.

Escondido en silencio tras los toneles, pasó un largo tiempo, sin atreverse a tomar una decisión. Cuando ya desesperaba, de repente, una nubecilla dorada inundó el espacio interior y un pequeño duende comenzó a hacer piruetas, a reír, a saltar, a cantar divertido. Carlos aprovechó la oportunidad y se plantó delante de él, con los brazos cruzados como hacía Peter Pan, mirándolo con descaro.

—¿Quién eres tú? ¿De dónde has salido con ese… traje tan absurdo? – preguntó el Enano sorprendido.

—¿Y quién eres tú que te atreves a molestar mi sueño? – Preguntó Carlos a su vez.

Y así, con medias preguntas y medias respuestas, prosiguieron largo rato. El Enano era muy listo, y Carlos lo sabía. Él tendría que ser más inteligente, y conseguir que le dijera su nombre verdadero.

— ¡Huummmm! – respondió el Enano, girando curioso en torno a Carlos -No te conozco. ¿De dónde eres?

—Del futuro, del pasado, de todos los tiempos- dijo Carlos rotundo.

—Interesante. ¡Hummmm! – repitió el Enano- Y ¿Cómo te llamas? Porque todos los seres tienen un nombre.

— ¿Cómo te llamas tú? 

—Tú primero. Dame esas piedras transparentes que tienes en tu cara.

—¿Esto? Es un objeto que sirve para leer.

—¿Qué es leer?

—Leer es conocer, es viajar, es descubrir, aprender y saber, para comprender el presente y el pasado y el futuro.

—¿Sí? Demuéstramelo- Se burlaba el Enano

—Pues, por ejemplo, te miro e inmediatamente sé quién eres.

—Ah. ¿y quién soy?

—Eres el Enano Saltarín.

—Déjamelas que lea un poco.

— Antes me gustaría conocer tu nombre verdadero. Sé que tienes otro nombre.

—¡BRRRRRR! Protestó el Enano enfadado. ¿Y cuál es el tuyo?

—Me llamo Carlos.

—¡Carlos, Carlosss, Carlosssss! Eso no es un nombre- se burlaba el Enano. – Mi nombre es Rumpelstiltskin, un nombre importante, el que merezco. Y ahora, déjame tus gafas.

—Vale. Pero te aviso que sólo aquellos que tengan el alma limpia y no hayan mentido nunca, pueden ver el presente, el pasado y el futuro.

El Enano Saltarín se colocó las gafas, que eran unas simples gafas de miope, y comenzó a ver todo difuminado y confuso, y el castillo muy lejano y desvaído. Comprendió que él no podía verlo porque era bastante mentiroso. Muy enfadado, tiró las gafas y dando una patada al suelo se esfumó en su nubecilla dorada.

Carlos, anduvo escondido en el bosque esperando una oportunidad de acercarse a la hija del molinero, pero al parecer el príncipe quería desposarla y apenas salía del palacio.

—Me esconderé en los jardines. Alguna vez tendrá que salir a pasear.

Carlos se ocultó durante la noche en un rincón escondido entre los setos, bajo un gran árbol desconocido para él, pero cerca del paseo central, por donde presumiblemente pasaría en algún momento la doncella prometida.  La vio pasear en innumerables ocasiones, pero le fue imposible el acercamiento, porque iba siempre rodeada de un montón de señoras y algunos soldados. No le pasó desapercibido su aire de tristeza. Quizá no deseaba aquella boda. Lo cierto es que no se la veía feliz.

Carlos sufría encontrándose preso en aquel cuento, sin saber cómo escapar. Le era muy difícil conseguir comida y permanecer oculto. No paraba de idear diferentes actuaciones sin éxito alguno. Hasta que un día, vio venir a la princesa. Ya hacia algún tiempo que se había desposado con el príncipe. Él la había visto feliz últimamente, pero ahora de nuevo, volvía a estar triste. La princesa salió de palacio y con un gesto, ordenó a su séquito que la dejaran sola. Se acercó paseando hasta el precioso árbol donde la esperaba oculto Carlos, que se apresuró a esconderse junto a ella.

—Majestad, no temáis, y por favor, no llaméis. Necesito hablaros.

La princesa lo miró sorprendida y alarmada. Todo era extraño en aquel … hombre. Nunca había visto a nadie con semejante aspecto, ni siquiera cuando vinieron representantes de otros reinos para sus esponsales. Carlos, vestido con unos jeans raídos y una holgada camisa, sucia y descolorida, el pelo encrespado, gafas, barba de muchos días, era sin duda, una imagen horrible.

—Tengo que hablaros del Enano Saltarín.

Ahora sí que los ojos llorosos de la princesa se abrieron enormemente, asustados, aterrorizados. Miraba a Carlos y a su séquito que esperaban distraídos allí cerca.

—¿Cóoomo? ¿Quién sois vos?

—No temáis, alteza. No importa quién soy, sino lo que vengo a deciros.

La princesa se mantenía un paso alejada, y dudaba en su desconcierto, de pedir ayuda.

—Majestad. No me preguntéis cómo, pero conozco vuestra historia, y como vos, estoy condenado por ella. Dejadme que os cuente y por favor, no llaméis.

La princesa lo autorizó con la mirada sin acercarse a él.

—Tengo una hijita, que está atrapada hasta que yo consiga superar unas pruebas para salvarla. No entiendo cómo, y no os lo puedo explicar. Sé que deberéis entregar al hijo que esperáis…

La princesa se abrazó a su vientre horrorizada y Carlos temió que cayese desmayada.

—He venido a ayudaros, majestad. Tengo la solución a vuestro problema y no puedo seguir mi camino hasta que no lo sepáis. El malvado enano os chantajea, creído de su absurdo poder. Os pedirá que adivinéis su verdadero nombre, que nadie conoce, pero yo sí. Una vez se lo digáis, desaparecerá para siempre, y vos seréis libre.

Su verdadero nombre es RUMPELSTILTSKIN. Podéis llamarlo, y el hechizo quedará deshecho.

La princesa escuchó atentamente, y sencilla y confiada como era por naturaleza, no dudó un instante de tan increíble historia. Gritó aquellas palabras extrañas y una nubecilla dorada trajo al enano ante ellos.

—¿Cómo te atreves? – gritó furioso el pequeño ser. ¿Acaso conoces mi nombre?

—¡¡ RUMPELSTILTSKIN!! – gritó la princesa con todas sus fuerzas.

En ese instante, una enorme nube de tormenta estalló sobre sus cabezas con rayos y truenos. Nadie supo qué ocurrió, porque las historias viajan de boca en boca a lo largo del tiempo, y a cada cambio de luna, la historia cambia. La princesa tuvo su hijo, y otros más, y fue una buena reina, y tuvo una buena vida. Y Carlos, bueno, Carlos siguió su historia en otro tiempo y en otro lugar.

Carlos se sintió mojado. El hedor era insoportable y no se veía absolutamente nada. El suelo estaba fangoso y le golpeaban trozos de no sabía qué.

—¿Dónde estaré? – se preguntaba, mientras palpaba a su alrededor. Oyó un quejido lastimoso y trató de acercarse.  ¿Será un perrito? -pensó. Trató de levantarse, pero resbalaba continuamente. – ¡Mi linterna! -recordó. Carla le regaló una linterna mágica, decía ella, que funcionaba al darle cuerda con una pequeña manivela. Carlos la llevaba siempre.

—“Para que nunca te pierdas” le dijo Carla.

Dio cuerda rápidamente a la linterna y miró a su alrededor sin comprender. Frente a él, apoyado en un pesado tronco, un viejecito luchaba por mantenerse erguido.

—¡¡¡Gepetto!!!

Volvió a mirar a su alrededor totalmente incrédulo. ¡¡¡ Estaban dentro de la ballena!!!

Se movió rápido para ayudar al sorprendido anciano, que lo miraba más asustado que agradecido.

—Vaya, hijo, ¿a ti también te tragó?

 —Pues, no sé, no sé cómo he llegado hasta aquí.

—El monstruo, el monstruo nos ha devorado.

Carlos ayudó al anciano a acomodarse, y sabedor de su historia, le dio ánimos para hacer más llevadera su situación. La luz se apagó enseguida, aunque aún pasaron un rato charlando de sus vidas, y entre ellos surgió una animosa sintonía.

Carlos sabía, que, en poco tiempo, la ballena volvería a abrir la boca, y Pinocho aparecería. Le encantó la idea. Se sentía tan dichoso como un niño, ante la inverosímil posibilidad de conocer y abrazar, a un personaje que lo había acompañado desde su infancia. Su madre le leyó el cuento muchas veces, igual que él a Carla. Debía prepararse para aguantar el empuje de las aguas, y cuidar que no se golpeara Gepetto. 

Cuando se abrió la enorme boca, una ola fabulosa avanzó, golpeándolos contra el fondo del estómago, y los revolvió una y otra vez, como cuando jugaban de niños en la rompiente hasta dejarlos desfallecidos. Carlos corrió, y nadó lo más deprisa que pudo a asegurar al anciano fuera del agua.  Después buscó a Pinocho en la parte más profunda, y lo encontró también extenuado.

—¡Pinocho, Pinocho, qué alegría haberte encontrado! Tu padre también está aquí, mira, te estábamos esperando.

El pequeño muñeco no podía hablar, pero giró la cabeza, y … las orejas de burro.

—Vaya, Pinocho, -reconoció Carlos sorprendido- se me olvidó que no estabas en tu mejor momento. No te preocupes, pasará rápido, si de verdad te arrepientes y prometes no faltar más al colegio. Además, cuando seas un poquito más aplicado, estoy seguro que serás un magnífico lector, y así podrás seguir viviendo mil aventuras. Y quizá, hasta te atrevas algún día a contar tu propia historia. Yo la he leído muchas veces, aunque en estos momentos no puedas comprenderme.

Ayudó a Pinocho a salir del agua, y asistió emocionado al reencuentro del niño con su padre.

Mientras, comenzó a buscar trozos de madera, algas, y las fue amontonando en un saliente seco. ¿Pero de donde sacaría fuego? Y estaba todo tan mojado…

Recordó, que, en su viaje por los cuentos, jugaba con ventaja, porque ya conocía las historias. En el Enano Saltarín, comprendió que en realidad fue él mismo, Carlos, quien le había revelado a la princesa el verdadero nombre del Enano, y no un servidor del rey, como él había leído muchas veces en el cuento. Ahora comprendía, que la idea de hacer fuego para escapar, no fue de Pinocho, que era solo un niño pequeño, sino que había sido él, quien conocedor de la grasa de ballena y los rudimentos de sus acampadas infantiles, ideó la estrategia de salida. Ese era el objetivo de su secuestro- pensó-. Soy yo, quien debo ayudar a los personajes de fantasía, para que las historias acaben bien, y los cuentos hagan felices a los niños.

—Y tengo muchísimos recursos-se dijo sonriendo satisfecho-, he leído miles de cuentos.

Comenzó a pensar en Robinson Crusoe, otro de sus preferidos, pero al pensar en un niño, recordó a Harry Potter.

 —Ya lo tengo. ¡¡Incendo!! -Gritó con todas sus fuerzas. Una pequeña llamita mortecina comenzó a arder, y en un instante se hizo una llamarada enorme.

—Cogeos de la mano- les pidió, mientras los abrazaba a los dos con fuerza.

La enorme llama, provocó una oleada de vapor caliente y una humareda espesa que casi no les permitía respirar.

—Preparaos, ya casi estamos fuera. Y tú Pinocho, recuerda ser siempre un hijo obediente, y serás feliz, y harás felices a muchos niños. Me ha encantado conoceros. Buena suerte.

Un ruido extraño, como de viento desatado, les llegaba de arriba. Carlos los abrazó con más fuerza y cerró los ojos. Una enorme corriente los arrastró bajo las aguas.

Carlos aguantó la respiración. A lo lejos vio venir hacia él un pez maravilloso y brillante. No era muy grande, pero era tan hermoso como un arcoíris después de la lluvia, y es que precisamente, sus escamas eran tan hermosas y brillantes como el arcoíris. Carlos flotaba entre los corales y las posidonias como un ser marino. Se sentía muy a gustito, mecido por las corrientes submarinas y sentía el suave bamboleo del agua en su piel. Entonces oyó un triste suspiro.

—Nadie quiere jugar conmigo.

Y el hermoso pez, pasó justo a su lado. A Carlos se le escapó una enorme burbuja.

—¡Puedo respirar! – se sorprendió.

Entonces tomó conciencia de quien era el pececito, y comenzó a seguirlo.

—Tengo que ayudarlo.

Y comenzó a llamarlo:

—¡Pez Arcoíris, pez Arcoíris!

El pez se giró, y comenzó a mirarlo con enorme curiosidad. No sintió ningún miedo. Solo se sentía triste.

—Pez Arcoíris. Eres sin duda, uno de los peces más bonitos del mar. Pero nadie quiere estar contigo, porque eres tremendamente presumido y egoísta. Si compartes alguna de tus hermosas escamas, seguirás siendo hermoso, pero harás felices a muchos otros, que te estarán agradecidos y te querrán por tu buena acción. Y tú comprenderás, que la verdadera belleza está en las buenas acciones, y la verdadera felicidad, está en compartir.

El pececito lo miraba cada vez más sorprendido, pero atento y reflexivo.

—Lo intentaré- le dijo.

Carlos lo siguió contento, porque sabía que todo iría bien. Él siempre procuraba agradecer la generosidad de sus conocidos.

Recordó el precioso pueblo de la Alpujarra, y a sus humildes vecinos, que les regalaban todo tipo de alimentos y sorpresas maravillosas. A menudo les llevaban alguno de los frutos que acababan de recoger, uvas, higos, ciruelas, castañas, pero también tomates, berenjenas, cebollas, hasta patatas de sus huertos. Incluso, algunas veces les regalaron té silvestre o hierbas para hacer guisos deliciosos, y por supuesto, alguno de sus sabrosos embutidos y tortas, bollos, roscos… Cada estación, ofrecía diferentes alimentos y costumbres. En casa siempre tenían de todo cuanto daba la tierra, y flores, cestas, tallas de madera, … Un suspiro hondo le dolió en el pecho al recordar. La imagen de Elena, su dulce rostro, su mirada tranquila, invadió su alma. Las lágrimas comenzaron a fluir y de repente el agua se volvió verde, verde, todo verde, y se encontró bajo un enorme árbol, tan frondoso que apenas se filtraban tenues rayos de sol.

—¿Dónde estoy? – se preguntó sin recordar nada.

El lugar era de una belleza sobrecogedora. Un bosque de verdes infinitos, se extendía por todas partes. No se veía signo alguno de vida humana, ni caminos, ni viviendas. Nada. Una selva tupida y fresca lo envolvía. Comenzó a inquietarse, pensando en los animales salvajes. Él nunca había sido muy dado a pruebas físicas ni manuales. Miraba a todas partes con extraordinaria atención. Los oídos bien abiertos, el paso cauteloso, atento al mínimo movimiento de las ramas, de las enormes hojas que brotaban de todas partes. A lo lejos se oían ruidos extraños, graznidos, bufidos, aullidos, trinos, que permanecían sostenidos en un sonoro y prolongado eco. Y lo peor era que cerca, muy cerca, se oían movimientos rápidos y apagados, pequeñas carreras que hacían moverse las plantas del suelo, se oía deslizarse algo, un crujido…

Carlos estaba realmente asustado sin saber de qué, pero apenas se atrevía a moverse y lo hacía con temor y desconfianza.

De repente, apareció frente a él un ser fabuloso, mitad mono, mitad niño, algo muy, muy extraño. También la criatura se sorprendió al verlo, y se acercó agresivo mostrando sus dientes, si, sus dientes, no sus colmillos, y, no tenía garras, sino manos, unas maños pequeñas y sucias, unas manos infantiles. Iba desnudo y mostraba una piel oscura y llena de rasguños y heridas.

—Pero qué…

Y entonces recordó.

—Mowgli, eres Mowgli- pronunció despacio y suavemente tendiéndole la mano. – Acércate. Soy un hombre. Como tú. Como tu papá. 

Y no se le ocurrió nada mejor, que simular el vuelo de un avión con los brazos extendidos, haciendo ruiditos con la boca y simulando su estrellamiento. Creía que así el niño recordaría, y comprendería que quería comunicarse con él.  Pero el niño lo miraba con curiosidad, sin comprender. Carlos comenzó a hablarle suavemente.

—Me llamo Carlos, y tú eres Mowgli.- señalaba alternativamente-.  Eres un niño, una persona como yo, pero pequeño, y hay muchas más personas. Y no sabes hablar, pero te ayudaré.

No resultó fácil conseguir un acercamiento. Ni hacerse comprender. Con mucha paciencia, poco a poco, el niño comenzó a interesarse. Le dio comida, frutos silvestres y extrañas plantas, y le condujo a un escondite que tenía entre unas rocas.

Juntos caminaban largas horas, se bañaron en el rio, el niño, en su extraña lengua le mostraba el bosque, sus animales, sus peligros. Carlos, le dibujaba en el suelo con ramitas, las palabras que intentaba enseñarle: árbol, hoja, rama, sol, mano, pie…

Carlos entendió que la tarea no iba ser fácil. Durante el tiempo que habían permanecido juntos, el niño le había permitido acercarse, y habían compartido muchas experiencias y situaciones delicadas. También había logrado enseñarle algunas cancioncillas infantiles muy simples, porque se dio cuenta, que la música atrajo enormemente su atención, el día que lo oyó tatarear una canción y silbarla. No quería hablar, y sin embargo cantaba a pleno pulmón: Cucú cantaba la rana, Que llueva, que llueva, Un elefante se balanceaba….Carlos sabía que su misión era ser Baloo. Juntos cantaban y bailaban. Se divertían.

Un día, Carlos dibujó una especie de choza y un fuego. El niño lo miró con ojos enormes y comprendió. Lo llevó por intrincados senderos, ocultos a alguien que no fuera Mowgli, que se movía con soltura y velocidad increíbles, hasta las afueras de un pequeño poblado. Mowgli no consintió bajar del árbol desde donde se lo mostró. Las personas le daban miedo. Su mundo era la selva.  Carlos trató de sacarlo de su error. Le explicó que él debía irse muy lejos, con su hija, y que Mowgli debía irse con las personas a la aldea, con otras personas como él, con otros niños.

Intentó convencerlo de que no era un lobo, sino un niño, y que no podía seguir viviendo con los animales, que debía tener amigos como él entre las personas.

Consiguió que Mowgli lo siguiera hasta la orilla del rio, donde se oían los gritos felices de los niños, y el chapoteo de sus juegos. Mowgli miraba asustado a Carlos, al tiempo que le sorprendía la algarabía de los niños, que comenzaba a reconocer como semejantes. Carlos, lo animaba con sus ojos, con sus manos, sin palabras, a salir y unirse a ellos. Entonces, aparecieron varias mujeres y niñas que venían a lavar sus ropas al rio, y Mowgli las miraba embelesado y tímido. Carlos cogió su mano y mirándolo lleno de cariño y esperanza le dijo:

—Debes ir. Es tu pueblo. Buena suerte, amigo.

Mowgli lo miró varias veces, nervioso y asustado, y comenzó a descender del árbol lleno de curiosidad. Cuando volvió a mirar, para pedirle su aprobación, Carlos ya no estaba allí.

Carlos se encontró perdido en una extraña duerme vela. No sabía si dormía, ni si estaba despierto. No sentía su cuerpo, ni frio ni calor, ni hambre, ni cansancio…

—¿Estaré muerto? – Se preguntó inquieto.

Junto a él, no, no junto a él; era él, quien estaba inmerso en aquellas imágenes. Era él quien entraba y salía de espacios y mundos diferentes que no podía comprender.

Todo le era ligeramente familiar.

Sobrevoló Roma, casi podía tocar el Coliseo, el foro, las termas. Pasó rozando el Empire State y echó en falta las soberbias Torres Gemelas. Vio correr las jirafas en el Parque Nacional de Serengueti. Admiró las chimeneas de hadas de la Capadocia. Pasó entre las extraordinarias torres de La Sagrada Familia de Barcelona. Pudo valorar la enormidad de los moais de la Isla de Pascua. Se sorprendió de lo imponente del monte Uluru en Australia. Atravesó sin dificultad sobre el puente de Öresund entre Dinamarca y Suecia. Siguió durante un largo rato las curvas de la Gran Muralla China. Buceó junto a los caballitos de mar en un arrecife de coral.

 Carlos viajaba en su inconsciente, sin sentir verdaderamente lo que estaba viviendo.

—¿Qué está pasando? ¿por qué estoy dando vueltas por el mundo sin sentido?

En algún momento surgió una idea en su mente.

Sobre la mesita del salón de su casa, Carlos tenía un libro ilustrado sobre las maravillas del mundo que solían ojear, soñando desde el sofá, en recorrerlas algún día.

 “Hay otros mundos, pero están en éste. Hay otras vidas, pero están en ti.” Siempre admiró el acierto de aquella frase que invita a sobreponerse y a luchar a conseguir tus propias metas. Para ellos fue siempre un lema.

Algo iba tomando forma en su consciencia.

-Debo elegir. Debo elegir. Eso es. Ya he pasado seis cuentos. Y el último debo elegirlo yo.

Pensó en su pequeña Carla. Le asustaba pensar cuánto tiempo habría transcurrido. ¿Y si ya fuese tarde? ¿Qué cuento elegiría ella? ¿Cuál era su cuento preferido? Y entones lo tuvo claro. La bella durmiente. Ahora, ya no, pero cuando era pequeña, tenía que leérselo a menudo. Le encantaba imaginar la valentía del príncipe, que va a rescatar a la princesa cuando ya nadie la recuerda, y le da un beso, solo un beso de amor y la hace vivir. Entonces se hacía la dormida y Carlos le daba un beso, y ella loca de alegría gritaba:

—¡Me has salvado!, ¡Mamaaá, papá me ha salvado del sueño eterno!

Y saltaba sobre la cama y empezaban a jugar, y entonces Carlos asumía la personalidad de ogro y la asustaba, y la obligaba a meterse en la cama, y luego, ya era el hada madrina de Cenicienta, y le hablaba suavemente y le decía:

—Y ahora, mi hermosa princesita se va a dormir, y soñará cuentos felices hasta la hora de despertarse con un besoooo.

 Y solo entonces podía dejarla.

Carlos cerró los ojos con fuerza pensando en Carla. Se vio a sí mismo junto a ella leyendo aquel cuento maravillosamente ilustrado, que conservaba desde su infancia. Se dejó impregnar por la ternura de aquellos instantes, y casi oyó su propia voz que leía:

—Pasaron cien años. Alrededor del castillo habían crecido plantas y enredaderas que ascendían por sus elegantes torres. El bosque había invadido los antiguos jardines. Ya no había caminos. Todo era agreste y salvaje. La pátina del olvido había cubierto el castillo y sus moradores.

Carlos se desperezó bajo el intrincado ramaje de un enorme árbol. Miró a su alrededor y se dijo:

—Lo he conseguido. Ya estoy aquí. Ahora veremos cómo puedo continuar.

Inició su particular exploración, ineficaz y torpe, porque era absolutamente imposible avanzar entre semejante profusión de maleza.

—No voy a rendirme. Tengo que conseguirlo- Se repetía, sintiendo una horrible impotencia para lograrlo.

Avanzó un pequeño tramo con una dificultad inconcebible. No podía ver nada. Se sentía abatido. Por primera vez se sintió imposibilitado para alcanzar su objetivo. También por primera vez sentía enorme el cansancio, la fatiga, la sed, el hambre.

Sumido en su zozobra, oyó a lo lejos algo parecido al relincho de un acaballo. Su cuerpo entero quedó rígido, y sus sentidos alerta. Alguien o algo se aproximaba. Podía oír levemente ruidos amortiguados, bufidos extraños. Intentó salir de la espesura a un espacio más abierto. A lo lejos, podía vislumbrar un grupo de jinetes, que se abrían paso a espadazos, siguiendo quizá alguna pista. Corrió como pudo, saltando por encima de arbustos y ramas que le destrozaban las piernas. Su corazón latía tan fuerte que dolía. Y sentía un miedo atroz a perder su oportunidad.

Entonces lo vio:

—¡Majestad! ¡Majestad!

El joven príncipe giró sobre sí mismo y piafó su caballo.

—Pero ¿qué diantres? – se preguntaba el príncipe sorprendido ante aquella extraña aparición.

—Perdonadme, majestad. Tengo que hablaros. Por favor, dadme un minuto.

—¿Quién eres?  ¿cómo has llegado aquí? ¿Cómo sabes quién soy?

Carlos, haciendo con sus brazos gestos suaves de calma, y sin dejar de mirar fijamente al príncipe a los ojos, se fue aproximando.

—Os va a parecer increíble lo que tengo que contaros, pero escuchad señor, porque vuestra felicidad y la mía, dependen de ello.

Varios soldados armados se fueron aproximando y lo rodeaban ya. Carlos tremendamente asustado, trataba de calmarlos, mostrando sus brazos desnudos ante ellos.

—Majestad, aunque no lo veáis, os encontráis en lo que antaño fueron las prósperas tierras de un buen rey, y su castillo. Sobre ellos cayó un terrible maleficio, y la princesa quedó sumida en un profundo sueño, como muerta por largos años. Y solo la despertará un beso de amor.

El joven príncipe, se rio ante la osadía de aquel extraño personaje y sus soldados secundaron sus risas. Carlos se sentía desolado. Tenían que creerlo o todo seria en vano.

—Debéis creerlo majestad. Con la ayuda de vuestros soldados, fácilmente encontrareis los restos del castillo.

El príncipe sopesó ya serio las palabras de Carlos. Era toda una aventura, pensó. Nada perdería por seguirle la corriente.

—Tú vendrás con nosotros. Indicó con un gesto a uno de sus soldados, que lo subió con él a su montura.

Cabalgaron hasta lo que parecía la base de una alta peña, y allí comenzaron a limpiar con sus espadas la espesa vegetación. No tardaron mucho en aparecer las piedras de una edificación antigua. El príncipe miró a Carlos divertido.

—Vaya, vaya. Parece interesante. Se giró a comprobar la resistencia de la piedra. ¿y cómo lo sabías….

Carlos ya no estaba allí para responder al príncipe.

Una joven pareja paseaba el bonito camino de madera junto al mar. El día se iba despejando. Solo una extraña nube, muy blanca, impedía ver el mar hacia poniente y ocultaba la montaña.

Al acercarse, en un banco, un hombre joven, en apariencia dormido, braceaba y se debatía en lo que parecía una horrible pesadilla.

 Los jóvenes se miraron sorprendidos. El hombre no tenía aspecto de vagabundo, ni de abandono. Su apariencia era completamente normal, vaqueros, camisa y zapatillas, en buen estado, como cualquier paseante. Pararon junto a él y creyeron que podía estar enfermo. La chica se aproximó con suavidad, y le preguntó levantando un poco la voz:

—Oiga, ¿se encuentra usted bien?

Carlos abrió unos ojos enormes y mostró su absoluto desconcierto.

—¿Queeeé? ¿Dónde estoy?

Dio un salto, miró a su alrededor, y les dio las gracias atropelladamente.

—¿Qué día es hoy? ¿De qué año?

—Hoy, es 19 de febrero de 2023. ¿Se encuentra bien, señor?

¡¡¡Seguía siendo el mismo día que cuando partió hacia su aventura!!!. Y ahora estaba, ¡estaba en casa! No podía creerlo. No podía ser. O quizá sí. Se sentía absolutamente feliz.

Acababa de estar en el reino de Fantasía. Allí fue recibido como un héroe legendario. Le precedía una hermosa mariposa multicolor, como maestra de ceremonias.  La nave central del palacio era de unas dimensiones colosales. Todo tipo de seres de Fantasía se inclinaban a su paso: duendes, enanos, gigantes, brujas, hadas, magos… Y en las paredes sonreían miles de rostros, desde una especie de hologramas, rostros de todas las edades, sexo, razas…

—¡Vaya, vaya, pero si es….!- se decía Carlos absolutamente perplejo.

Carlos comenzó a sonreír divertido. Entre aquellos rostros comenzó a reconocer a personajes de la historia, del arte, de la literatura, de la ciencia. La princesa lo esperaba con una dulce sonrisa.

—Como puedes ver, no eres el primero que ha necesitado nuestra ayuda. Otros muchos adultos, e incluso niños y niñas, han vivido experiencias como la tuya.

Y tras una interesante conversación -privada, que nadie pudo escuchar-, lo despidió con un leve parpadeo y una promesa:

—Nos veremos en tus sueños.

Carlos tuvo conciencia de haber aprendido mucho en su viaje.  En su charla con la princesa, supo, por ejemplo, que el genial Gaudí también había pasado por allí y por lo tanto, también Gaudí, aprendió que el tiempo en fantasía es tan relativo como sus fantásticas realidades. No es lineal. Es etéreo y esférico y avanza en todas las direcciones, hacia adelante y hacia atrás. Quizá allí, imaginó, o creyó, o soñó, en formas diferentes a la línea recta. Quizá allí comenzó a ingeniar su maravillosa obra.

Y quizá, él también pudiera ser capaz algún día, de hacer algo nuevo, diferente, aunque aún no sabía qué. Iría a recoger a su hija al colegio, y comenzaría a idear su propio futuro.

—Oiga, ¿Se encuentra bien, señor? – insistía la joven preocupada.

—¡Siiii! Magníficamente. Gracias. – sonreía feliz- Y mañana será mi cumpleaños. El mejor cumpleaños de mi vida. ¿Queréis venir a casa a celebrarlo? Tengo una hijita maravillosa, y va a ser fantástico, je, je ¡¡¡Fantástico!!! ¡¡¡Fantástico!!!.

                                                                                     

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