Relatos

De las abejas

Me llamo Roberto. Soy cuarentón, de largo, se me está cayendo el pelo y tengo barriga. Me visto con camisetas y pantalones cortos, o vaqueros según el tiempo. No tengo prisa. Me deleito oyendo caer la lluvia, la brisa entre los pinos o el trino de un pájaro, el color de una flor o un atardecer… Tengo tiempo para leer, pensar o soñar.

Pero quizá será mejor empezar por el principio.

Desde que puedo recordar, fui un adicto a las tecnologías, a la informática, a investigar y a innovar. Bastante joven, programé un software de éxito, que conseguí vender a numerosas empresas de numerosos países. Viví, comí y dormí en aeropuertos y aviones, por supuesto, embutido en un correcto traje de chaqueta y con corbata, como correspondía entonces a un señor de clase business.  Conviví con empresarios de éxito, personajes famosos y políticos del momento, en desayunos, comidas y cenas de negocios, encuentros, ferias, inauguraciones, estrenos, qué se yo; debo tener por ahí incluso alguna foto con el rey, no porque seamos amigos, claro, sino porque es la costumbre entre pardillos de éxito como yo, posar junto a los poderosos. Y aún tuve tiempo de casarme y engendrar tres hijos que tuvimos escolarizados dos años en Londres, pese a que yo no he vivido más de tres meses en esa ciudad, que además detesto por su clima.

Quizá esto puede darles ya una pista del inicio de mis errores. Efectivamente. No tardé en perder a mi mujer y a mis hijos. Y antes de que fuese consciente, también comenzaron a aparecer, novatos más jóvenes que yo, y más listos, que me fueron dejando arrinconado y obsoleto.

De mi pequeña fortuna, gran parte desapareció en el divorcio, y el resto en errores consecutivos. Suerte, que un amigo, de los pocos que en realidad he tenido, me aconsejó un pequeño blindaje contra el destino. Y eso me ha salvado.

Mi mujer se largó a Canadá con los niños, y un inglés pelirrojo. Yo dejé el traje en el suelo y la corbata en la papelera, me coloqué los únicos vaqueros que conservaba de una fiesta ochentera, mi camiseta de los Rolling y me eché a la carretera sin rumbo.

Malvendí mi fabuloso BMV 850 y compré una autocaravana de segunda mano a un holandés artrítico que ya no podía conducirla. Con ella comencé mi vida errante, descubriendo lugares perdidos por todo el país. Luego decidí conocer todos los faros de la península. Anduve bastante entretenido y disfruté de todos nuestros mares.

Después de esto, no tenía claro qué hacer. Comencé a rodar por un bosque entre Portugal y España. El cielo, de un azul imperturbable aquella mañana, se tornó en gris oscuro, casi negro. Casi inmediatamente se desató la ira de Eolo y a punto estuvo de llevarme al centro del infierno. La autocaravana quedó atascada y semihundida bajo un hermoso alcornoque. Mi extraordinaria tecnología quedó fuera de cobertura y lo único que destacó, fue mi absoluta incompetencia para resolver cualquier asunto que precisara ensuciarme las manos.

Por suerte me quedaba agua, algo de fruta, alguna conserva y pan endurecido. Porque tampoco destaqué nunca por ser previsor. Así que, sin planes, ni opciones, saqué mi silla plegable y me senté bajo el alcornoque con una botella de vino de Toro y un vasito plegable que me regaló el holandés para mi nueva vida de aventuras.

Tras la lluvia, en medio del bosque, pareció como que el mundo se reseteara, o quizá fui yo, no sé.

Del absoluto silencio, que solo dejaba oír un leve goteo de las hojas mecidas por una mínima brisa, comenzó a levantarse una coral increíble de trinos y gorjeos, in crescendo, con energía arrolladora, sincronizada con el brillo del sol. Me fui repantigando en la silla que se me quedaba corta, para admirar la copa del árbol, cuyas pequeñas hojas todavía mojadas, titilaban sobre mi cabeza. La botella se hizo mi amiga, y no paró de sonreírme, hasta que acabó su flujo. Para entonces, el sol ya estaba tan alto como la modorra que me abrazaba. Apoyé la mano izquierda con lasitud sobre el tronco rugoso del árbol. Como en cinemascope vi posarse suavemente un insecto en el dorso de mi mano, donde brillaban mis pelillos. Era una abeja con unos mínimos granitos de polen entre sus patas. Sacudió sus alas arriba y abajo sin elevarse, y con las puntas de sus patas delanteras se tocaba su cara, o sus ojos o su nariz, qué sé yo. Lo que sí sé es que me impresionó la inocencia del bichejo, su confianza absoluta a mostrar su intimidad y a arriesgar su vida, en manos de un monstruo como yo, mil veces más grande que ella. No sé por qué, su actitud coqueta me recordó a la insinuante muñeca Betty Boop, en su movimiento sexi y la expresividad de sus ojos. Debí quedarme dormido. En mi sueño, una abeja gigante me llevaba sobre su lomo como el príncipe del cuento de las doce princesas, sobre el pájaro gigante, tan bellamente ilustrado por Freixas. La abeja me llevaba a un dorado castillo de celdillas y allí me dejaba dormir como una pequeña larva. Más tarde era el aguijón lo que me perseguía, como cuando vimos en Disney Word el primer espectáculo en 3D en el que aparecía la araña gigante, que nos atacaba con un aguijón enorme, mientras nos salpicaban con algún líquido y se movían las sillas de la sala. Más tarde, me encontraba colgando de un enjambre sonoro con riesgo inminente de descerebrarme, aunque la realidad fue solo que caí de lado de la silla, dándome un coscorrón contra el tronco del árbol. Me levanté algo ofuscado y enfadado, y dolorido. La realidad se me mostró sin reservas, junto con el rayo de sol que penetraba entre el follaje. Estaba perdido en no sabía dónde, la autocaravana accidentada, y un dolor de cabeza insoportable.  Aunque había dormido gran parte del día, seguía sintiéndome cansado, y con la noche acechando, y mil extraños ruidos amenazando, me metí dentro a intentar descansar.

Poco a poco, mi mente se fue aclarando junto a una humeante taza de té. Eché de menos a mi mujer, a mis hijos, con los que apenas disfruté, viviendo de prisa, para anticipar un futuro mejor para ellos. Y ahora, mírate.

Me tumbé en mi asiento-cama, con los brazos bajo la cabeza, sin intención de dormir. Hacía tiempo que estaba retrasando un encuentro a solas conmigo mismo.

Eludí mis recuerdos. Escudriñé mis habilidades, sopesé mis opciones y analicé mi economía.

El saldo era nefasto. Recuerdos dolorosos. Habilidades nulas para cualquier desempeño ajeno a lo que había sido mi vida anterior, mi economía escasita, y mis opciones…, no sabía cuáles eran mis opciones.

Pasé la noche en divagaciones y soliloquios. Necesitaba un plan B, como el planeta. Y ¡eureka!, al llegar a esta conclusión, comenzaron a encajar las piezas en mi mente como en el tangram.

La naturaleza, el campo, las abejas… Elena, mi mujer, siempre soñó con tener un cortijo en el campo, con flores y gallinas. Me llegó una sonrisa al recordarla. Quizá. Aún podría ser…

Esperé el nuevo día con impaciencia. No lo tenía todo atado, pero había encontrado el hilo del que tirar para no perderme otra vez.

Caminé largo tiempo hasta encontrar ayuda. Siempre hay buena gente en todas partes. En este bando voy a empezar a militar yo.

Primera cuestión: ¿Qué? Sobre esta no tenía ninguna duda.

Segunda cuestión: ¿Quién? Esta, la dejaremos para más tarde.

Tercera cuestión: ¿Dónde? Y enfilé la autocaravana hacia el levante: Málaga, Granada o Almería.

Busqué una montaña con algo de vegetación, pero no demasiada. No quería un bosque. Yo haría un bosque. Y encontré unas preciosas montañas que el fuego había desnudado sin piedad. Lo supe. Este será mi sitio.

Cuarta cuestión. ¿Cómo? Esta era un poco más complicada, pero mis muchos años de cursos de eficacia y desarrollo personal, me habían enseñado a no rendirme.

Vendí la autocaravana y compré un viejo Range Rover, siempre me han gustado estos coches, y este era perfecto para mis nuevas necesidades. Y compré: ¡una montaña! A mi abuelo, que le encantaban las plantas, llevaba siempre en los bolsillos cuantas semillas encontraba. La abuela le decía “tú no necesitas una finca, tú lo que necesitas es una montaña”. Y eso, abuelo, es lo vamos a tener. Una montaña para cambiar el mundo. Para cambiar mi mundo.

Me ha costado tres años, que antes no me servían para nada. Ahora si pasas cerca de mi montaña, verás una gran mancha verde, que se va haciendo mayor cada día. He sembrado árboles de crecimiento lento, de crecimiento rápido, flores de prado y abejas. Esto es ya un pequeño vergel. ¿El agua? Para algo debían servirme los muchos años de estudio. He creado un artilugio de técnica combinada. Sencillo. Primero he montado un sistema de placas fotovoltaicas que producen electricidad. Y esa electricidad hace funcionar ni nuevo invento que es capaz de extraer la humedad del aire y transformarla en agua, que mediante riego inteligente tiene mis plantas hermosísimas.  Sé que con este invento podría ganar una fortuna, pero voy a regalar la patente a mi sobrino Juan, que anda por África intentando ayudar. Es ingeniero industrial, así que sabrá cómo explotarlo. Sonrío, porque me siento orgulloso y satisfecho. Aquella abejita de mi mano, me ha dado una nueva vida.

La cuestión del cuándo y el por qué ya no tienen sentido. Pero podemos volver al quién. He vuelto a tener contacto con mi mujer, ahora ex, pero siempre madre de mis hijos. Han visto mi montaña en las video llamadas. Mis hijos están impacientes por conocer esto, por conocerme a mí.  Y yo también he empezado a conocerme y a comprenderme y a quererme. Ya estoy preparado para querer a todos los demás.

Me pregunto si ustedes han oído alguna vez aquello de que el aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo. Porque casi puedo confirmar que la idea es correcta, pero el insecto está equivocado. Estoy convencido de que quién lo ideó, lo hizo pensando en una abeja.

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