Cuentos

Tiempo para soñar

¡Cómo estaban cambiando las cosas!

Antes –pensaba Irene – el mundo giraba en torno al dinero. Los padres siempre estaban preocupados por sus ingresos, por sus gastos, y siempre necesitaban más, incluso para cosas que no eran importantes, como comprarle vestiditos de princesa para las bodas y cosas así.

En la tele dedicaban gran parte de los informativos a noticias sobre economía, bolsa, bonos, inversiones etc. Nunca pudo entenderlo… A veces, de un país que marchaba estupendamente llegaba una noticia extraña y ¡zás!, al día siguiente todo el mundo andaba loco y se declaraba ruina nacional. ¿Cómo podía comprenderse semejante estupidez?

Irene había pasado mucho tiempo “fuera de circulación”, precisamente por ella.

 Un año y medio atrás fue embestida por un coche que se dio a la fuga y la desastrosa consecuencia fue que estuvo casi tres meses en coma , y el resto del tiempo, en un hospital,  sufriendo una interminable sucesión de operaciones que la habían dejado sin amigos, sin clase, sin ganas de nada.

Ahora volvía a tener ilusiones.

Andaba con una leve cojera que apenas se apreciaba y comenzaba a ser feliz.

Pronto, muy pronto, -decía el médico-, volvería a pasear en bici.

Antes de esto, ella era demasiado pequeña e inmadura para pararse a pensar en algo ajeno a sí misma.

Pero había cambiado. Le interesaba la vida, la gente, la amistad, la alegría.

Se sentía viva, ¡y estaba viva ¡

Tras un mes fuera del hospital, no lograba recuperar sus hábitos. Algo extraño estaba sucediendo. Parecía como si, como si hubiera una epidemia ¡de sueño!

Decididamente algo había cambiado. Ya lo más importante no era el dinero. Era, debía de ser, porque lo decía todo el mundo, era: EL TIEMPO.

-No tengo tiempo para nada- decía su madre.

-Perdona hija, pero no tengo tiempo-su padre.

-Lo siento hijita, después, que estoy muy ocupada- su abuela.

-Niña, vuelve después que ahora no puedo atenderte-la panadera.

-Sólo tengo dos minutos- el médico.

Y así, uno tras otro, todas las personas con las que se relacionaba, estaban pobres de tiempo.

Y ella se quedaba siempre con ganas de saber porqué.

La cuestión iba de mal en peor.

Todo el mundo buscaba trabajo: padres, madres, jóvenes, hasta ancianos que se sentían aburridos. Y no bastaba con un trabajo. También estudiaban en su tiempo libre para “progresar” y hacían trabajos extra si les era posible.

Así surgió el pluriempleo.

Por todo ello, las parejas se casaban cada vez más tardíamente, porque no encontraban tiempo para preparar sus cosas y necesitaban continuar en los hogares paternos para esquivar las rutinas hogareñas (lavar, planchar, cocinar, comprar…).

Las madres no podían tener a sus hijos cuando deseaban porque entonces debían ausentarse periódicamente del trabajo y otros compañeros aprovechaban para aventajarlas. Los padres cada vez con más obligaciones, más recibos (cada día se “vivía mejor”) no tenían ya tiempo no para ir de copas (algo positivo, menos mal), y a los abuelos que ya no trabajaban, les había dado por disfrutar lo que no habían podido en su juventud, porque ahora en la vejez habían conocido que el mundo era amplio y novedoso y no querían perderse nada.

Irene veía el mundo un poco soso, un poco disparatado. Le gustaba más como era antes, cuando papá y mamá “perdían” su tiempo jugando con ella, y los abuelos competían por compartirla durante un ratito.

Y es que antes, todo el mundo encontraba una frase amable a modo de saludo “perdiendo parte de su tiempo”.

-¡Qué niña más mona!

-¡Pero qué alta estás!

Por desgracia ya nadie se paraba a decirle nada.

Ahora, que le volvía a crecer el pelo sobre su cabecita llena de cicatrices…

Ella necesitaba atención y cariño.

-En fin, serán manías mías-concluía. Estaré aún algo trastornada.

Pero no. No era así. ¡Si hasta sus antiguas compañeras parecían seres de otro planeta!

Todas estaban incluidas en mil y una actividades programadas fuera del horario escolar.

No había modo de encontrarse con alguien, como antes, en el super, en el paseo, en la calle…

¡Todo el mundo estaba tan ocupado!

Un sábado en que sus padres TAMBIÉN tenían que trabajar, pidió permiso a la señora que ayudaba en las tareas de casa y salió a jugar a la placeta que había cerca de su casa.

Se sorprendió al encontrar a D. Santiago –el portero- dormido sobre el mostrador. ¡Él que era siempre tan atento! Tenía manía con ayudar a todo el mundo: a subir bolsas, a realizar pequeños arreglos en casa, a encargarse de mil recados. A cualquier cosa con tal de que su presencia se hiciera imprescindible y no le dejaran sin trabajo.

Ella lo sabía muy bien porque lo había oído comentar más de una vez.                          Salió a la calle.

-¡Qué bien!- pensó-.Apenas hay tráfico. Parece un día de fiesta.

Alegre, caminó a saltitos, observando su ciudad brillante pajo un hermoso sol.

La plaza estaba vacía.

-¡Qué raro! ¿Dónde estarán los niños? -giraba la cabeza a derecha e izquierda buscando alguna señal de actividad- Bueno esperaré. Aún es temprano.

Sentada en un banco se distrajo observando a las palomas y pequeños pajarillos que revoloteaban por la plaza. Entonces vio el quiosco de prensa en el que también vendían “chuches”. Se acercó contenta a comprar gominolas. Doña Eulalia se las daría fiadas porque su mamá le daba permiso. Se acercaría a charlar un ratito.

-¡Buenos días, doña..! ¡Oh, perdone!, no sabía que estaba descansando…-se acercaba más a la señora- Doña Eulalia ¿Está usted bien?… ¡Oigaaa!-gritó bajito para no asustarla.

Doña Eulalia abrió los ojos con el ceño fruncido y gesto adusto.

-¿Qué quieres niña?- preguntó desabridamente.

-Doña Eulalia, soy yo, Irene, ¿no se acuerda de mí?

-¡Ah sí, claro! Ya estas curada ¿no? ¿Qué querías?- su voz sonaba seca.

-Buenooo. Nada. No quería molestarla. ¿Es demasiado temprano?

-Temprano ¿para qué?- interrogó Doña Eulalia.

-Pues es que… como estaba usted dormida…

-¡Ah, sí! Es que es mi tiempo de autocontrol.

-¿De qué?

-Nada. ¿Querías algo?

-Pues…si quisiera darme unas gominotas…

-¿No traes dinero?

-No.

-Bueno, es igual, ya me pagará tu madre. Toma.

-Muchas gracias. Y perdone.

La niña se alejó bastante desorientada. Aquello le pareció raro, muy raro. Volvió la cabeza hacia el quiosco y de nuevo vio a doña Eulalia recostada sobre la esquina.

-¿Estará enferma?- se preocupó la niña. No parece que sea muy temprano.

Volvió a su banco. Vio venir a una señora con dos niños más pequeños que ella.

-¡Vaya! Con estos no puedo jugar.

Se entretuvo mirando a los crios y de tanto en tanto, echaba una ojeadita hacia el quiosco, hacia la avenida… Nada, que no aparecía ningún conocido. Un poco desencantada por lo aburrido de su paseo decidió volver a su casa.

Abrió con su llave y encontró a Rosita- la limpiadora- echada en el sofá roncando como… como el abuelo – rió Irene.

¡Pero bueno! Era el colmo. ¡Parecía una epidemia! Nada…vería los dibujos. Se tumbó tranquilamente en el otro sofá junto a Rosita, y puso la televisión.

El programa era bastante absurdo y ya lo había visto antes. En los demás canales había series, noticias y cosas así.

¡Casi me duermo yo también!-decía mientras se incorporaba. ¡Vaya aburrimiento!

Pero al cambiar de canal, una vez más, algo la impactó profundamente.

El presentador decía con una pronunciación rara, como si fuera extranjero:-

-¿Todavía no ha adquirido su Auto-Times? Dese prisa. Por poco dinero usted podrá controlar su tiempo y sus posibilidades. Aprovéchelo.

Y un mensaje:

-De venta en todo tipo de establecimientos, supermercados, gasolineras, quioscos…No pierda su tiempo. Compre ya su Auto-Times.

Y se veía una especie de reloj de pulsera gordo, abultado y de fondo una parada de autobús donde todos los que esperaban estaban ¡DORMIDOS!

Seguía el anuncio:

-¿Para qué perder su tiempo esperando el autobús?

Y una nueva imagen. Esta vez del mercado, con una fila de clientes apoyados contra la pared ¡DORMIDOS!

Y el locutor:

-¿Para qué perder su tiempo mientras compra?

Una nueva imagen de la peluquería en la que las señoras dormían con los rulos puestos bajo los secadores.

El locutor proseguía:

-¿Para qué perder su tiempo en la peluquería?

-¡Dios mío! Exclamó Irene de pie ante el televisor con cara de espanto ¿Pero qué es esto?

El locutor continuaba hablando:

-Recuerde. Con su Auto-Times usted no tendrá que preocuparse. No hay más que pulsar un botón y seguir unas sencillas instrucciones. Ya sabe: Auto-Times soluciona sus problemas.

Apagó el televisor bruscamente. ¡Qué barbaridad¡ ¿Sería una broma?

Miró el calendario…No. Era dieciséis de octubre, no veintiocho de diciembre. Pero la noticia, bueno, debía ser una broma.

Volvió a sentarse más indignada que sorprendida y comenzó la batalla por la búsqueda de la verdad.

Tenía que averiguar qué estaba pasando. Recordaba haber oído comentar a sus padres que tenían mucho trabajo porque durante su enfermedad ELLA les había robado su tiempo.

-Esto es…es….es…es ¡No puede ser!

 Sí. Ahora le estaban entrando unas ganas horrorosas de llorar. Tenía que hablar con alguien, tenía que descubrir qué estaba ocurriendo.

Haciendo “zapping” pudo volver a ver el anuncio en las diferentes cadenas, pero algo le decía que aquello no era serio. No podía ser cierto.

Como Rosita continuaba dormida, decidió volver a salir. Esta vez con mucha prisa.

Don Santiago seguía tal como lo encontró a primera hora.

Irene movió la cabeza apesadumbrada.

Corrió hacia el quiosco.

-¡Uf! ¡Menos mal!-Había unos señores comprando-. Bueno deben ser falsas conclusiones, como dice mamá. Estaré un poco boba. Daré una vuelta.

En la placera había varias señoras y cuatro o cinco chiquillos, y una niña de su edad que conocía de vista. Pero ya no tenía ganas de jugar.

Comenzó a caminar por la avenida. De vez en cuando pasaba alguien, eso sí, con muchas prisas. Se asomó a un escaparate.

-¡Noooo!

Se quedó helada.

En la cafetería más concurrida de la calle había un montón de clientes dormitando sobre sus mesas, y sobre el mostrador, y sólo unos pocos seguían en movimiento, además de los camareros.

-Avanzó calle abajo. Iba de mal en peor.

El librero que siempre estaba asomado a la puerta de su tienda saludando a los transeúntes, estaba echado tan ricamente sobre una de las estanterías…

La dependienta de la tienda de confección también dormía.

Corrió hacia la parada de taxis y ¿cómo no?, los taxistas estaban dormidos. Aunque claro, eso no era extraño, lo hacían con frecuencia.

-¡Ah, el autobús!-recordó.

Y giró rauda hacia la parada.

Al doblar la esquina lo vio. Todos dormían…

¡Qué desastre, qué desastre!- se repetía.

Únicamente una niñita de cuatro o cinco años estaba despierta y con una pinta de aburrida…

-¡Pobrecita! ¿Con quién podrá hablar ahora?

El autobús se acercaba. Bien. Mejor. Quería ver cómo despertaban.

El autobús frenó.

Del altavoz de la parada se escapaba una musiquilla aguda, desagradable que a Irene le sonó muy extraña, mientras una voz grave decía:

-Un, dos, tres, su tiempo otra vez.

No quería saber más. Regresó a casa triste y cansada.

Sus padres ya habían llegado y Rosita se había ido. Preparaban la mesa. Estupendo. Ahora sabría la verdad.

-¡Hola papá, hola mamá!-los saludó.

-Date prisa Irene- contestó mamá. Es tarde.

-¿Tarde? ¿Tarde para qué?

-Bueno, es tarde. Eso es todo.

-Pero mamá ¿qué tienes que hacer ahora?

-Pues… tengo clase de danza, luego peluquería, después la compra…en fin, muchas cosas.

-¿Y tú papá?

-¿Yo? Después de comer tendré que recoger la cocina, revisar los periódicos, ¡ah! y don Carlos me espera para un partido de padel, y…bueno, cosas. ¿Por qué?

-No, por nada…

Irene bajó la cabeza suavemente y rápida, la levantó espetándoles:

-¿Y yo?

-Irene- se sorprendió la madre-.Túuu…Cuando yo salga te dejaré en el Club Infantil de la Calle Nueva y allí podrás jugar con tus amiguitos.

-¡Ah!

No tuvo valor para seguir preguntando. Pasó la tarde en aquel lugar construido únicamente para los niños. Había muchísimos monitores y pequeñas salas de todo tipo de juegos, deportes, cines etc.

Al salir se sentía tan cansada que se olvidó de todo.

El domingo era el día libre de sus padres. Salieron a visitar a los amigos del pueblo.

Su madre durmió durante la mayor parte del trayecto, pero esto no la sorprendió, siempre lo hacía.

Lo pasó bien.

El cielo, los animales, el campo abierto, la entusiasmaban. Detestaba vivir en la ciudad. Allí todo parecía más oscuro, los días más cortos, la vida más complicada.

Cuando ella fuese mayor se compraría una casa en el campo y tendría gallinas. Le fascinaba tocar los huevos calentitos.

Durante la jornada papá y su amigo Pedro, y Pepita su mujer, y mamá también, dormitaron a ratos. Pero ya se sabe, los mayores acostumbran a hacerlo los días de reposo, especialmente después de unas copillas y una buena barbacoa.

Irene intentaba desechar esas ideas “tan raras” que le habían surgido el día anterior.

-¡Oh! !Y encima  mañana hay cole!

A causa de su larga ausencia del colegio había perdido casi un curso. Así que ahora debía esforzarse más y recuperar el “tiempo” perdido. Ella, sin darse cuenta, también estaba muy ocupada. Además de las clases debía hacer un montón de tarea extra que la “seño” le daba de propina para recuperar. También tenía una profesora particular que le ayudaba con el inglés y las “mates”, que no eran precisamente sus asignaturas favoritas.

Por eso, entre una cosa y otra, y los ejercicios de rehabilitación… ella tampoco disfrutaba de mucho tiempo libre.

Su vida se iba convirtiendo en una cruel monotonía, nada apropiada para una niña de sus características.

Irene casi había olvidado el asunto del “Auto-Times” porque ya apenas salía, ni veía televisión ni nada de nada.

Pero llegó Navidad.

En estas fechas su ciudad estaba muy hermosa. Las calles se llenaban de lucecitas multicolores. Las tiendas y las plazas lucían engalanadas toda una sinfonía de destellos y alegría. Daba gusto pasear bien abrigadita, oyendo villancicos por todas partes y embriagándote de olores cálidos y dulzones.

En Navidad todo el mundo parece feliz. La gente camina muy deprisa (no sólo a causa del frío) y van cargados de paquetes y bolsas misteriosas. Las calles son un hormiguero humano, alocado, febril y divertido.

Irene lo pasaba de miedo parándose en mitad de la calle, quietecita, observando, dejándose bambolear por los empujones.

Era, como cuando en televisión aceleran las imágenes y parece que la vida discurre a doble velocidad, y sólo tú la controlas.

Algunas veces este ratito de felicidad terminaba dejándola en el suelo, encima de algún otro despistadillo. Entonces era como despertar de un sueño alegre, y continuaba tranquilamente su paseo luciendo una espléndida sonrisa.

Así había sido siempre.

Sus primeros días de vacaciones fueron muy relajados.

Se levantaba tarde, leía, veía videos atrasados, reordenó su habitación, (le parecía un poco infantil), colocó un bonito árbol de Navidad y adornos por toda la casa.

Los días transcurrían deprisa pero… ya comenzaba a aburrirse.

Sus padres continuaban trabajando y pasaba los días sola. Dos tardes se fue a jugar a casa de unas compañeras del colegio.

Una mañana salió a pasear.

Hacía un solecito muy agradable. Había llovido durante la noche y las calles olían fresquitas y brillaban. Hasta los árboles de la plaza le parecían más elegantes, y la fuente más nueva.

Se sentía bien. Pensaba en los Reyes y en sus abuelos que vendrían a celebrar las fiestas en casa.

De repente, desde algún recóndito lugar de su cerebro, le llegó un flash de alarma… Había gente dormitando a su paso, y ya estaba bien entrada la mañana.

A velocidad vertiginosa pasaron por su mente los días en que regresó del hospital, sus temores, el “Auto-Times”… Y algo le dijo que aquello no eran fantasías.

Inició con decisión y sin reparos una nueva investigación. Fue aproximándose cautelosa a cada uno de los durmientes y comprobó que efectivamente, todos ellos llevaban puesto el siniestro reloj.

-¡Cómo habré estado tan ciega…!- se recriminaba.

Todo, todo era cierto. Atropelladamente llegaban a su mente escenas, sensaciones, recuerdos que por miedo ella había ido almacenando. Era verdad.

La tristeza y la nostalgia cayeron sobre ella con la misma fuerza brutal que aquel coche…

Anduvo y anduvo sin descanso toda la mañana. Esto le valió una buena reprimenda en casa. Pero tuvo que hacerlo. Tenía que cerciorarse antes de pasar a la acción.

Tras la bronca, y antes de que sus padres se pusieran a dormir les espetó:

-¿Me podéis contar lo del “Auto-Times”?

-¡ah!- dijo papá.

-¡Hum!- respondió mamá.

-La verdad es que no os explicáis muy bien- reprochó la niña molesta ante la desidia de sus padres.

-Bueno, pues… veras…

-¿Qué?

-¿Cómo estas tan interesada por eso?- decía su madre sorprendida.

-Creo que debo saberlo ¿no?

-No hay porqué, tampoco es tan importante.

-¿Me lo vais a contar?

-Vale, vale- la mamá parecía algo fastidiada. El “Auto-Times”, es un invento revolucionario. Quizá el más importante del siglo.

-¿Y…?

Bueno pues ¿ves? –su madre le mostraba el artilugio. Es muy sencillo. Te colocas este aparatito y sólo con eso puedes organizar tu vida.

-Pero ¿cómo?

-Muy fácil. Te programas el tiempo de descanso que tú quieras y ya está.

-Bien, y eso ¿para qué?

-¡Bah! No lo entenderías. Aún eres muy joven.

-Ya estas otra vez, mamá. Necesito saberlo. Si no me lo explicáis, ya preguntaré por ahí.

 -Pero si ya te lo he explicado Irene. No sé porqué te pones así. ¿Te ocurre algo?

Sí, si le ocurría. Se sentía realmente enfadada, rabiosa. Salió sin responder y se encerró en su cuarto. Pero aún oyó antes de cerrar la puerta cómo su madre murmuraba:

-¿Lo ves Carlos? Esta niña sigue rara.

Irene acababa de empezar su batalla particular. Pasaba largas horas ante el televisor espiando las informaciones.

Había descubierto algo. A la gente le había dado por ir al cine. Era el negocio de moda. Las colas eran interminables. Los acomodadores tenían trabajo extra. Debían vaciar el local cuidadosamente antes de cada nuevo pase, porque la gente se quedaba a ver la misma película una y otra vez.

También habían nacido problemas nuevos.

Estaba terminantemente prohibido auto desconectarse durante la jornada laboral. Pero como todo el mundo tenía varios empleos, debían aprovechar al máximo el tiempo de descanso y había habido muchos infractores con desastrosos resultados.

Los “malos” hacían su agosto.

Era raro el almacén que no había sido saqueado o el banco que no hubiera sufrido algún atraco. Igual ocurrió con los museos, hospitales, oficinas… Los “malos” aprovechaban la “avaricia temporal” de los trabajadores para cometer impunemente todo tipo de delitos. Es bien sabido que a los “malos” nunca les ha importado perder el tiempo.

Todo comenzó a ir de mal en peor.

El pan se chumarrascaba en los hornos, los repartos se amontonaban, la prensa llegaba tarde, los productos en mal estado o defectuosos, las tiendas estaban mal abastecidas…

La fiebre de economizar tiempo estaba llevando a la civilización al caos absoluto.

Todo lo trivial y hermoso de la vida había dejado de existir. Ya no había tiempo para charlar con los amigos, ni de visitar a los enfermos, ni de observar cómo cambian las nubes, ni de sentarse al sol y sentirse dulcemente adormecido. Nadie tenía tiempo para relajarse, para disfrutar, para aburrirse…

Pero claro, los países progresaban enormemente. Los índices de crecimiento económico parecían obra de brujería. Cada ciudadano trabajaba el doble, el triple que antes del “Auto-Times” y eso significaba dinero. Bueno, también lo llaman progreso.

Sin embargo la oleada de saqueos había alertado a las fuerzas de orden público y se había empezado la persecución del dichoso aparatito.

Las sanciones para los desconectadores ilegales eran terribles.

Más no, esto no era lo peor.

Había surgido una nueva enfermedad. Lo decían en todos los informativos. Todas las televisiones hacían pausas para advertir al público. No se trataba de que todo el mundo anduviese loco. Era, increíblemente, que todo el mundo SE ESTABA VOLVIENDO LOCO.

Los doctores desconocían el origen de aquella terrible enfermedad. Irene veía que las circunstancias tomaban un nuevo giro. La depresión era noticia nacional.

Se sucedían horribles crímenes por causas anodinas, suicidios a mansalva, las peleas eran la tónica general…

-Incluso en casa- se lamentaba Irene.

 Nadie sabía cómo frenar esta histeria colectiva.

Prohibieron la venta de “Auto-Times” ante los primeros casos de no desconexión, al toque de la señal. Así, algunas personas continuaban dormidas de modo indefinido sin que se supiera cómo despertarlas.

Algunos apuntaban el abuso como causa principal de esta nueva enfermedad, consignada como “control-manía”.

Irene aceptaba como buena esta idea, ya que presentaba los mismos indicios que los derivados de drogas, alcohol etc.

La epidemia se expandía sin visos de solución, aunque increíblemente, el asunto acabó resultando de lo más divertido.

Los gobiernos intentaron neutralizar los efectos de ansiedad del “Auto-Times” mediante un fabuloso bombardeo de atracciones para todo tipo de público: desfiles, fiestas de disfraces, días de no cumpleaños, teatro, actividades deportivas, encuentros musicales…

A Irene le parecía fantástico.

Casi estuvieron a punto de prohibir el trabajo, pero se resistieron las economías y no pudieron erradicarlo. Eso sí, hubo un reparto equitativo y el máximo permitido resultó de cuatro horas diarias.

De nuevo, volvía la gente a las calles, a los parques, las tiendas. Las familias volvían a pasear reunidas.

La enfermedad comenzaba a remitir.

No se daban nuevos casos desde la recogida de “Auto-Times”.

Pese a todo, la vida no volvía a ser igual. Algo fallaba.

Irene estaba triste por sus padres. No parecían los mismos. Algo les faltaba.

Entonces, el gobierno dictó una nueva ley. Todo el mundo debía dormir un mínimo de diez horas diarias.

La enfermedad seguía estable sobre la población. No aparecían casos nuevos, ni tampoco curaciones.

Por fin, un doctor, dedicado a analizar el tipo de descanso de los “durmientes” cayó en la cuenta de algo que a los demás se les había escapado.

Fue el bombazo del siglo.

El sueño, sí, el sueño, era la razón.

La gente dormía. Pero no soñaba.

Conectándose y desconectándose, las personas dormitaban el tiempo habitual, pero sin llegar a alcanzar el estado de sueño profundo, en el que se consigue el descanso reparador y el que nos libera de ansiedades, angustias, temores…

Se supo entonces que el sueño es tan necesario y útil para el ser humano como el beber o el comer.

Soñar, simplemente soñar. Escapar de nuestras rutinas, liberar los más profundos e inconfesables temores, volar en mil fantasías prohibidas o alcanzar las metas más imposibles.

El sueño nos permite aflorar a una dimensión sin trabas, en la que todo está permitido.

Podemos jugar con el tiempo hacia delante y hacia atrás, vivir una vida paralela, feliz y profunda, y alcanzar aquello que la realidad nos niega.

Despertar, tras un sueño feliz, es nuestro descanso. A menudo no hay recuerdos, pero el soñar ha “vaciado” toda la maraña de sensaciones, problemas, angustias, que sufrimos a diario. Y despojados de todo ello, el descanso nos ofrece la posibilidad de empezar un nuevo día.

El doctor pasará a la historia, memoria de la humanidad, junto a todos los grandes hombres y mujeres que han contribuido al bien colectivo.

Una vez conocida la causa, los gobiernos del mundo, o lo que quedaba de ellos- curiosamente fue uno de los grupos más afectados- resolvieron un plan de reeducación del sueño realmente asombroso.

-Fantástico-opinaban Irene. Porque se trataba de desbordar las vidas de fantasía-. Realmente guay.

Los niños, a los que nunca se les ha considerado muy importantes –y menos aún en esta época- fueron los auténticos héroes.

A ellos les fue encomendada la tarea de enseñar a soñar a los adultos. Así, se veían los parques repletos de abuelos sentados en el suelo en torno a una linda niñita que les contaba historias, más inventadas que sabidas, a los serios ejecutivos balanceándose en los columpios, a las señoras más elegantes deslizándose en un tobogán. Realmente curioso. Los electricistas jugando al fútbol embutidos en sus monos de faena, los fontaneros tirando petardos, los médicos jugando a las canicas vestidos con sus batas blancas…

La ley no resultó demasiado estricta. Pero dejaba clara la obligación de que todos los gremios laborales debían pasar por toda la ronda de diversiones que los niños establecieran.

Durante y tiempo, la historia fue escrita por manos menudas, y poco a poco, la vida volvió a la normalidad.

Un buen día, un magnífico día, Irene disfrutó feliz con su familia. Y es que esta vez, fueron sus abuelos quienes les contaron cuentos y adivinanzas, y sus padres quienes condujeron sus juegos…

Esa noche Irene se durmió y tuvo un muy, muy feliz sueño.

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