Cuentos

ESTO NO ES UN CUENTO     

      La noticia conmocionó al mundo entero.

      Se celebraba el día del niño de dos mil veinticinco. Todos los medios de comunicación, en todas las lenguas conocidas, trasmitieron una terrible noticia de alarma internacional:

       “Tenemos la penosa obligación de comunicarles que efectivamente, los niños del mundo se han visto afectados por un mal extraño y desconocido que los ha dejado, en apariencia, podría decirse “huecos”, y actúan y se comportan como autómatas silenciosos, y sólo algunos se expresan en un código indescifrable, que nadie logra comprender.

       Son totalmente desconocidas las causas que hayan podido originar semejante catástrofe, así como las medidas que deberán tomarse en adelante. Les mantendremos informados puntualmente de cualquier novedad que se produzca al respecto”.

                                             ……………………….

      Marcos se había levantado temprano como de costumbre. Tras la obligada visita al cuarto de baño se fue al salón de la casa y cerró la puerta para no despertar a sus papás. Conectó el televisor y empezó a ver la cadena de dibujos vía satélite que emitía las veinticuatro horas del día. A él le gustaba esta cadena. Siempre había dibujos. Era la mejor cadena para los niños. Así su madre no le reñía.

      Pasaba la mayor parte del día tumbado en la alfombra viendo la tele y no desordenaba nada, ni manchaba su habitación; incluso la madre se atrevía a hacer pequeñas salidas para comprar en los establecimientos cercanos dejándolo solo.

      Gracias a la televisión por cable, Marcos nunca se aburría. Pasando de una cadena a otra, podía pasarse días enteros. Ya no le importaba estar sólo, no tener hermanos, ni amigos. Se sentía a gusto en casa. Incluso le molestaba que sus padres se empeñaran en pasear y salir al campo los fines de semana.

Marcos fue uno de los primeros afectados. Absorbido por las alegres imágenes de la tele no advirtió un haz de luces de colores que salían de la pantalla y penetraron directamente en su cerebro. Sus padres tardaron también en advertirlo. Acostumbrados a su actitud pasiva, no observaron nada extraño en el niño, hasta que, tras una sucesión de llamadas para el desayuno, Marcos continuó sin acudir.

      La madre no supo qué había ocurrido, ni sabía qué hacer. Marcos estaba como ausente, tranquilo, con los ojos fijos en el televisor, pero no reaccionaba ante ningún estímulo. Los padres, asustados y nerviosos acabaron con él en el centro de urgencias médicas.

      David sólo tenía ocho años, pero ya era un as de la informática.

      Desde muy pequeñito su padre le había enseñado el manejo y los trucos del ordenador personal, y ahora, el niño vivía una desatada pasión por la máquina. Su padre se sentía orgulloso. Ya podía contar con él para realizar pequeños trabajos. Cierto que le había hecho alguna que otra trastada, pero el niño era un genio, eso decían todos.

      David no tenía buenas notas en el cole. Andaba bastante despistadillo. A él el cole no le gustaba; era un rollo aburrido. El ordenador era su mundo. En él viajaba con libertad, y se sentía un héroe. Ya se aburría jugando. Internet era todo lo que él deseaba. Le costó conseguir la conexión, pero su insistencia había obtenido el fruto deseado. Además, sus padres casi nunca estaban en casa, porque los dos trabajaban fuera, así que el ordenador era para él solito casi todo el tiempo.

      No se supo lo ocurrido. Cuando llegó a casa el padre de David bajó al despacho, a reclamar su turno de ordenador, y encontró al niño, quieto y mudo ante la pantalla.   

      Ambos padres creyeron que David había sufrido un bloqueo motivado por el exceso de trabajo mental a que había estado sometido. En su propio automóvil lo trasladaron a la residencia sanitaria.

       Martina era una chica rebelde según los comentarios generales. No era cierto. Cualquier chica entre los diez y los doce años sufre tantos cambios físicos y emocionales, que las obliga a actuar de mil formas contradictorias, incluso para ellas mismas. Martina se sentía sola, aunque tenía un montón de amigos y familiares. Ella era la quinta de siete hermanos. Casi nunca podía estar sola. Por eso le gustaban tanto los video-juegos. Con ellos se evadía de cuanto la rodeaba en cualquier lugar y momento, aunque hubiera gente a su alrededor. Cierto que no paraba de recibir broncas.    

      -Niña, deja ya el aparatito.

      -Vamos Martina, basta ya.

      – ¡Mamá esta niña está embobada!

      – ¡Menudo vicio tienes, chica…!

      -Nadie me entiende- se quejaba ella, sintiéndose profundamente sola y triste en un marasmo de sentimientos alocados que la hacían sentirse desdichada.

Aquel día, sus padres iban a preparar una merienda especial para los pequeños, con intención de festejar la jornada.

      Martina, eternamente sentada en el suelo, en la esquina de la ventana del salón, ni siquiera prestaba atención a las risas y juegos de sus hermanos. Su primita Inés, fue la única que advirtió algo extraño en ella. Corrió a avisar a su madre y le comentó preocupada:

     -Martina está tonta, mamá.

La madre rió y prestó atención a su sobrina.

      – ¡Qué extraño! -pensaba acercándose a la niña.

Martina permanecía inmóvil medio caída contra el sofá y a la señora se le escapó un grito aterrado.

      Paco sabía que no era conveniente inducir a los niños a jugar en las máquinas de los recreativos, pero a él le gustaban, y siempre que era posible se acercaba con su hijo de siete años a jugar un rato a los marcianitos y los superhéroes. El niño era un “monstruo”. Entre ambos existía una auténtica competencia que enardecía al padre.

      – ¡Demonio de niño!¡Si ya me gana!

      Paco y su hijo bajaron a pasear y comprar el periódico. Primero echarían una partidita y después se acercarían a la placeta para leer el diario, y mientras, el niño correría y jugaría con los demás chicos.

      El salón recreativo estaba a tope. Esto le molestaba bastante. Ya casi no podía elegir. Todas las máquinas estaban ocupadas. Dieron una vueltecita hasta tomar posición junto a su máquina preferida y así disimuladamente aguardar turno hasta `poder jugar.

      Cedió la primera partida a su hijo. El niño llevaba casi diez mil puntos y repetía por tercera vez la partida, cuando, sin previo aviso, un relampagueo, lo lanzó hacia atrás. Suerte que Paco estaba junto a él y pudo sujetarlo a tiempo, si no, el niño podía haberse golpeado contra el suelo al caer del taburete. Rio el padre comentando:

      – ¿Qué has hecho chiquillo? Por poco te electrocutas.

      El niño no contestó a su comentario. Ni siquiera lo miraba. Sus ojos abiertos parecían no ver nada, ni reaccionó a las sacudidas nerviosas del padre. El bullicio dejó paso al estupor.

      Una ambulancia pasó a recoger el niño.

       A Mario le gustaba jugar con cualquiera y a cualquier cosa. Era bastante alegre, y más aún, inquieto. Cuando él llegaba, decían, se armaba la revolución. No paraba un instante y siempre acababa haciendo alguna travesura. Únicamente descansaba jugando a la video-consola, y aún así, saltaba, gritaba, gesticulaba… Los mandos siempre terminaban en el suelo.

Pese a todo, a su madre no le gustaba que jugara a la video-consola, y la tenía prohibida los días de diario, más otro montón de días de castigo que siempre tenía pendientes. Así que el fin de semana que Mario tenía libre, se dedicaba a ella por entero.

      Antes, algunos niños acudían a jugar con él, pero en su casa él era el amo, y no dejaba jugar a nadie, ni les hacía caso. Por eso los niños, enfadados, acabaron por no ir.

      Este día, sus padres se fueron a hacer la compra tranquilos, porque sabían que Mario no se movería del sillón. A su regreso el niño permanecía en el mismo lugar, pero a la madre la asustó el silencio. Mario no gritaba ¡Estaba quieto! La madre corrió angustiada hacia él, y el niño giró la cabeza que sostenía su madre, con la misma blandura que un oso de peluche.

      La compra quedó tirada en el suelo, y los padres corrieron a buscar ayuda al hospital.

       Los hospitales eran un concierto de moqueos y suspiros. El silencio enervaba los sentidos. Los pasillos estaban saturados de camillas en espera de atención y se oían carreras precipitadas y leves golpes de puertas abatibles al cerrarse.

      Nadie, absolutamente nadie, sabía qué decir.

      Los afligidos padres apenas hilvanaban una explicación coherente sobre lo ocurrido. Los médicos, impotentes, no sabían por dónde empezar.

Aparentemente los niños estaban sanos. Habría que esperar los resultados de las continuas pruebas que se estaban realizando. Sin duda era una catástrofe singularmente delicada. Los hospitales estaban siendo invadidos por niños entre los cinco y los dieciocho años, de todo tipo de ambientes, características y circunstancias. El problema afectaba de igual modo a pobres y a ricos, a gentes del pueblo y de la ciudad, a chicos de suburbios y de zonas residenciales. Únicamente los más pequeños parecían estar fuera de peligro, aunque también habían empezado a llegar casos de niños de hasta tres años.

Los hospitales se convirtieron en albergues infantiles tristes y silenciosos, en los que no se oían las risas ni los juegos de los niños.

      Cuando se informó oficialmente del problema, nadie pareció prestar atención a la noticia, porque ya era conocida por todos.   

      Había comenzado una nueva guerra mundial, pero en contra de todas las teorías catastróficas, el problema no venía de las armas nucleares, sino de la tecnología que había hecho avanzar al mundo civilizado.

      Se reunieron los gabinetes de crisis. Se convocaron a los hackers, a los mejores técnicos informáticos, a los creadores de video-juegos, a los expertos en programación, a los de diseño gráfico…

      Los neurólogos de todo el mundo analizaban una y mil veces las gráficas obtenidas de las ondas cerebrales infantiles.

      Los psicólogos y psiquiatras, verdaderamente impotentes, trataban de asistir a cuantas personas podían.  

      Los políticos dejaron de dar ruedas de prensa al no poder dar respuesta a ninguna pregunta.

      La economía se resentía drásticamente ante las ausencias continuas del personal, el desconcierto de los mercados, la caída en picado de las empresas tecnológicas…

      Y por encima de todo esto aleteaba la angustia de la población afectada, cada vez más enormemente amplia.

      ¿Hablamos de una pandemia?

       La abuela de Mario pasaba casi todo su tiempo con su nieto en el hospital.

Antes apenas lo veía, por culpa de una absurda y vieja discusión con el abuelo, que los llevó a estar bastante distanciados del resto de la familia, hasta que Mario enfermó. La abuela amaba a su nieto con todo el amor de su corazón ahora tan solitario y triste. Soñaba con él, lo espiaba desde la distancia, y hablaba a escondidas con su nuera, que tampoco aceptaba tan ridícula situación en la familia. Ahora quería permanecer junto a ellos todo el tiempo posible, ayudarles, compartir su dolor, amarlos.

      Se sentaba con Mario en su cama. Le gustaba sentir su contacto, sentir que su corazón latía, acariciar esos rasgos dulces que tanto le recordaban a su hijo, sentir la suavidad de su piel, transmitirle su fuerza y su alegría, toda esa fuerza y alegría nuevas que experimentaba tras tenerlos, y esa enorme, feliz, maravillosa esperanza. Estaba segura de que Mario superaría todo aquello. No tenía ni idea de cómo, pero lo sentía en su interior. Por eso se sentía tranquila y relajada, y feliz. No podía comentarlo con nadie puesto que a su alrededor todo eran lloros y quejas y suspiros, pero ella se sentía desconcertantemente feliz. Acariciaba la mano de su nieto y lo arrullaba con las viejas canciones con las que dormía a su padre. Y le contaba historias, muchas historias, viejas historias de su infancia, viejos cuentos tradicionales, pero también un montón de historias nuevas que sin saber cómo, le surgían espontáneas, teniendo siempre a Mario como protagonista.

      Pasaban los días y la abuela se sentía más tranquila y más feliz, cuando la desesperanza había arrasado los corazones de todos. Impasible la abuela, día tras día, retomaba el curso de sus cuentos, como una nueva Sherezade, más sabia y más tierna.

      A David le llevaron un nuevo compañero de habitación. Se llamaba Takina.

     Takina era un niño africano que una O.N.G. había traído a España para practicarle una delicada intervención. Llevaba ya en el país casi seis meses y su recuperación sorprendía a todo el mundo. Takina hablaba español, porque en su país había asistido a la escuela de los misioneros, y sabía muchas cosas para su edad. También sabía cazar con lanza, y pescar en su lago. Sabía descifrar las señales del cielo, y la vida oculta de muchos animales. Y también sabía muchísimas historias, porque poseía una memoria prodigiosa y una mente ágil y creativa. Esto hacía que fuese muy querido en su pueblo por familiares y extraños. Todos querían estar con él, porque a todos divertía y sorprendía.

      Takina estaba muy cansado del hospital. Lo trataban muy bien. Le habían hecho muchos regalos, montones de cosas que el desconocía, y que de poco le iban a servir cuando regresara a su pueblo. ¡Cómo echaba de menos su país!! ¡Qué diferente de este!

      Añoraba a su familia, correr libre, trepar a un árbol, zambullirse en el río, sentir el aire cálido de la tarde en su cuerpo… ¡Qué ganas tenía de volver!

      Iba mucha gente a visitarlo, pero él se sentía profundamente solo. Y ahora sería aún peor. Su nuevo compañero no hablaba nada, ni se movía. Era la tercera vez. Él necesitaba charlar con niños de su edad, saber a qué jugaban, aprender nuevos juegos, reír juntos, cantar las canciones de este pueblo, pero no había manera. Parecía que todos los chicos de este país estaban enfermos de gravedad. Y a él le asustaban los cacharros que le daban para jugar porque eran capaces de ir más rápidos que su mente. No lograba comprender cómo se divertirían estos niños. A él no le parecían nada divertidos. Para él eso no era jugar. En su pueblo se aprendía jugando. Con estos juegos él no había podido aprender nada.

      Como estaba tan sólo y aburrido, sin darse cuenta empezó a hablar en voz alta, para sentirse acompañado. Empezó a recordar historias de su pueblo. Empezaba a contar viejas historias oídas a sus mayores que comenzaban: “Kan ya ma kan …”. Y terminaba diciendo en su lengua nativa algo que luego tradujo como: “Y mora, mora, se acabó mi cuentecito que no es feo, y sí es bonito”.

      Estas historias eran muy fantásticas, pero a él le reconfortaba escucharse. Historias narradas por los ancianos en las largas veladas nocturnas salpicadas de risas, juegos, carreras, algo de miedo a veces, pero siempre extraordinarias. Historias de gulas, gin, efrit, seres maravillosos, traídos del lejano oriente a lo largo de los tiempos por desaparecidos viajeros, y que aquí también existen convertidos en hadas, genios, ogros.

      Takina pasó muchos días junto a David contando historias en solitario. Lo pillaron algunas veces, porque cuando estaba contando algún episodio emocionante le era imposible parar. Poco a poco, la noticia se extendió por el hospital y su auditorio comenzó a crecer. Por fin tenía amigos que le hablaban de cosas interesantes, le preguntaban, le contaban historias semejantes a las suyas…

      Paco, el padre de Juan, se sentía morir. El ver a su hijo en este estado era inaceptable para él. No podía comprenderlo. Sentía que era un castigo. Se sentía absolutamente culpable del estado en que se encontraba su hijo, y sufría enormemente, sin aceptar ayuda de nadie. Había sido un inconsciente por arrastrar a su hijo a aquella pesadilla. Abrumado en su tristeza y soledad, se revolvía de impaciencia sin saber qué hacer.

      Al principio su mutismo fue absoluto. No se quejó. No lloró. Abandonó su trabajo. Colocó una silla junto a la cabecera de su hijo, y allí pasaba los días. El personal del hospital se interesó por él y le trataban como a un enfermo más.

      De pronto una tarde se levantó sin comentar nada, tomó un taxi y se marchó. Los que le conocían no sabían qué habría ocurrido en su mente, ni a dónde se dirigía, ni cuales serían sus intenciones. Regresó al día siguiente con una enorme caja de cartón, llena de polvo y bastante estropeada. Se sentó en su lugar habitual, abrió tranquilamente la caja, sacó un libro viejo, sopló sobre él con cuidado para quitarle el polvo, lo abrió y comenzó a leer pausadamente.

      La televisión había dejado de ser el núcleo de los hogares. El recelo a la técnica se expandió por el mundo tan drásticamente como el miedo.

Una mañana los periódicos, ahora sólo de un par de páginas, ocuparon sus tiradas con un monográfico fascinante:  

     ¡HA ESTALLADO LA ESPERANZA! 

     El titular ocupaba la totalidad de las portadas. A doble página fotos de los niños que habían superado el problema, y una entrevista al doctor Pérez Peña, máxima eminencia en neurología, en la que se podía leer:

       “La mente infantil nos ha desvelado ser aún más compleja que la de un adulto. Tras minuciosos e intensivos estudios, hemos llegado a la conclusión, hoy por hoy imposible de demostrar, de que la mente de un niño, difiere sustancialmente de lo que hasta hoy se conocía.

      Hemos llamado “Área de Takina” a una zona del lóbulo frontal, que creemos coordina la actividad creadora del niño. Tras estudiar a un importante número de personas afectadas, y cotejarlas con otras con gran imaginación y aptitudes creadoras, en diversos estudios clínicos, hemos constatado que todas ellas, presentaban una mayor actividad en esta zona del cerebro que el resto de los individuos de la muestra. Ello nos lleva a concluir que los niños han enfermado por falta de actividad neural en dicha área. En la fase experimental se comprobó que después de delicadas y continuas dosis de fantasía creadora, sus mentes han comenzado a despertar y su evolución ha sido francamente espectacular.

      Mario, Juan y David, fueron los primeros en salir de su letargo.

      Un buen día, mientras escuchaban una de aquellas historias, cada uno la suya, abrieron los ojos y atendieron con la mirada el transcurso de la narración.

Mario fue el primero. Su abuela, no detuvo su narración al verlo reaccionar.  Sonrió y siguió como si nada ocurriera, hasta concluir. Luego avisó a la familia para hacerles partícipes de la buena noticia.

      Acudió un tropel de médicos a estudiar el caso, y en ello estaban cuando se les avisó que otro paciente acababa de despertar.

      Aquella mañana sólo fueron tres.

      Entonces sí que se recurrió a la técnica. Los teléfonos ardían, los ordenadores se bloqueaban, se oían voces en la radio, en las televisiones, en las calles. La algarabía era cosquilleante.

      La terapia se hizo extensiva a toda la población de O a 18 años. Por prescripción médica, se sucedían las lecturas, las clases de pintura, de música, los coloquios, los juegos de ingenio, talleres manuales de todo tipo. Miles de voluntarios pasaban cada día para charlar y entretener a los niños. Se sucedían los titulares felices. En cuestión de unas semanas, los niños volvieron a reír, a jugar, a hacer preguntas y travesuras.

      El planeta respiró.

      No se trató pues, de ningún plan de atroz terrorismo, ni de una revolución cibernética. La razón era un error plenamente humano.

      Habíamos alterado sin saberlo, la esencia de lo más preciado para todos, nuestros propios hijos, nuestro futuro.

      Por esta vez aprendimos la lección, y cabía esperar que habiendo resultado tan dura, prevaleciera para varias generaciones.

      Sin que hubiese habido acuerdos, cada localidad, cada ciudad, cada ayuntamiento organizó una fiesta mágica por las mismas fechas. Y todas ellas acabaron en un estruendoso y luminoso castillo de fuegos de artificio.

      El mundo vibró y su luz viajaría durante muchos, muchos años a lo largo del universo.

    Cuando Takina regresó a casa, pudo contar a su pueblo una nueva historia, sin gulas ni efrits, pero repletas de cariño hacia todos los amigos que había dejado allá.

Los del pueblo se sorprendían enormemente, maravillados de que Takina pudiera crear por sí mismo aquellas fantasías tan extrañas, de máquinas que devoraban las mentes de los niños. Algunos pensaban que allá le habían tocado algún tornillo en la suya.

¿Quién iba a creerse que pudieran existir artilugios semejantes? Claro, que un cuento es un cuento…

Y como Takina nos enseñó, acabo mi historia repitiendo:

“Y así acaba mi cuentecito, que no es feo y sí es bonito”.

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