Relatos

Guadix y su comarca

Emulando con todo respeto y humildad a D Pedro Antonio de Alarcón en su libro de viajes “La Alpujarra”.

                               Capítulo I- Guadix y su comarca

Llegué a Guadix en la misma época que a la universidad de Granada. Contaba la ciudad con unas 20.000 almas. Recuerdo un bamboleante viaje en tren, calentito y sonoro, y un gélido y despiadado encuentro con el cielo, ya oscuro de la tarde en la estación de Guadix.

Apenas vislumbré una ciudad adormecida bajo la imponente y orgullosa presencia de la catedral. Sobre ella una leve blancura delineaba la sierra.

Sabía que iba a conocer los chiscos de San Antón, pero no por ello me sorprendió menos el ambiente de espirales humeantes que podían verse por doquier. Hubo un instante, en el que parecía que era la ciudad que ardía. Pero no, se trataba únicamente de grandes fogatas, rodeadas de familias que festejaban felices al calor de las hogueras, ayudados sin duda por los vinos que se degustaban con alegría, acompañados de diversas delicias gastronómicas compartidas por todos.

Sepultada, más que escondida entre el gorro y la bufanda, los dedos dormidos en unos guantes de colores que no entendían de frío, los pies, apenas muñones doloridos, los dientes encajados y el cráneo que dolía, mientras ascendíamos las viejas calles anhelando refugio.

En un hogar humilde nos ofrecieron una fritá, que olía deliciosa, con unos trozos grandes de pan de pueblo calentito. El hambre, siempre permanente en mi juventud, me hizo olvidar la prudencia de cortesía, y acometí con ganas un buen trozo de pan, mojado en la salsa de tomate con un trozo de aquella carne bienoliente, que nada más tocar mi lengua, me hizo sentir en toda la boca, el mismísimo fuego del infierno, y olvidando las más elementales normas de educación, expulsé sobre el plato aquella picantísima exquisitez. La rojez de mi cara, no era sonrojo, pese a la gran vergüenza que también sentía. Mis amigos, nativos de la comarca, rieron mi torpeza a base de bien. Yo nunca había comido picante.

Así comenzó para mí una estrecha relación de amor-odio, con los sabores de la zona, que divertía siempre a mis amigos. Me pedía de tapa los chorizos, morcillas, patatas, lo que hubiera, picante, y me gustaba, pese a que me produjeran una tosecilla tonta, que secaba mi garganta y un algo, que diluía mis mucosidades y les daba libertad.

Y qué contar de aquella primera noche que dormí en una cueva. Tuve la suerte de que me asignaran la cama de arriba de unas literas, donde el techo abovedado, casi encajaba con la curva de mi cuerpo a escasos dos palmos de mi cabeza. No debió ser tanto el temor, o quizá lo superó el agradable calorcito del interior y el absoluto silencio, porque tuvieron que despertarme al día siguiente.

Me sorprendió también observar que coexistía entre los accitanos un buen número de personas de etnia gitana, absolutamente pintorescos para mí. Mujeres morenas de largas melenas lustrosas, largos pendientes y eterno delantal. Hombres orgullosos con chaleco y un sombrero plano, al estilo cordobés adornado con una pluma de pavo real.

Pero hablemos de cosas serias. Porque Guadix es cosa seria. Nadie me había comentado la de maravillas que atesora esta ciudad, nadie la había alabado con justicia ante mí, ni reseñado su importancia.

Quedé admirada y asombrada pues, por tan inesperada ciudad, que sigue siendo paradójicamente una ciudad rural, amante de sus tradiciones y que mantiene una forma sosegada de vivir.

Quizá pueda parecer pedante que comience diciendo que esta ciudad tiene sus pies en la prehistoria, como gran parte de los pueblos de su comarca, ricos en restos, entre ellos sus magníficos dólmenes, que observan impasibles el transcurrir de los tiempos. Fue la Acci romana, y allí quedaron secretos aún por descubrir, como su espléndido anfiteatro recién descubierto semienterrado. Puede presumir también de una alcazaba, muralla y algunas torres de su época árabe, y de una magnífica y señorial catedral, diócesis, nada menos, con una escolanía y seises que danzan. Aquí llegó San Torcuato, uno de los varones apostólicos que trajo el cristianismo a esta lejana comarca romana que le sigue rindiendo homenaje. Cuenta con un hermoso cementerio donde aún podemos encontrar algún monje Fossor, un sinfín de iglesias, hermosas, dignas de una cuidada y detallada visita.  Fue la cuna de conquistadores, viajeros y ¡hasta marinos! Es Guadix una ciudad monumental y señorial, donde las haya, porque paseando sus calles, te remonta a un pasado romántico de damas y juglares y caballeros, pues tantos, tan hermosos, tan artísticos son sus muchos palacios y casas solariegas.

Y es que es esta una comarca inesperada y sorprendente. Aun a riesgo de poner en duda mi credibilidad podría contarles, que, durante los días sofocantes y festivos de la Virgen del Carmen, en Benalúa, he pasado jornadas inolvidables bajo las frescas sombras de sus extensas alamedas, disfrutando de las limpias aguas del río Fardes, donde aún podían encontrarse cangrejos, en sus márgenes más umbrosos, desgraciadamente ya es sólo un recuerdo de un pasado de naturaleza viva ¡Qué tristeza! Pero aún hay esperanza. Ahora hay un vivero donde se cultivan increíbles y maravillosos nenúfares que darán frescor y color a nuestros estanques y jardines.

Vuelvo a menudo a Guadix. Tengo por aquí un numeroso grupo de amigos con los que sigo recorriendo y conociendo esta extraordinaria comarca.

 A veces presumo de conocerlo todo, porque ya he visitado sus dólmenes, la acequia del Toril, los baños, las cárcavas, el desierto de Los Coloraos, el bosque encantado, el valle de Jérez, las cuevas, el Cascamorras, su cerámica, sus melocotones… Y cada vez que vengo conozco algo nuevo, sus preciosas y emocionantes procesiones, los maravillosos balcones de algunos palacios, el rico vermut de un barecillo del pueblo, su increíble mercadillo semanal…

¡Ay, si Guadix tuviera mar!

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