JUANITO
En un pequeño pueblo del sur, blanco y tranquilo como cualquier otro, había nacido Juan.
Sus padres trabajaban en un cortijo cercano al pueblo, pero lo bastante lejos como para que Juan se sintiese solo. No había niños cerca para jugar. Cuando creció un poquito, y aprendió a hablar, Juan fue a la escuela con los niños del pueblo.
Pero no todo era normal.
Cada mañana, el niño debía caminar un largo trecho, contra el viento, para sentarse después en aquella casa fea y grande, donde otros niños como él, pero más chillones, hablaban de cosas que Juan no comprendía.
Pasaban los días, y cada vez más, él se ocupaba en mirar a través de la ventana y deleitarse con el vuelo de las palomas o con el vuelo de algún abejorro intrépido que osara acercarse al cristal. Todo aquello le parecía aburrido, incomprensible. A veces, cuando la voz del maestro le sacaba de sus pensamientos aventureros, hasta doloroso.
Así pasaron muchos, muchos días. Juan se iba convirtiendo en un chico extraño. Comenzaban a crecerle unos feos pelillos encima de los labios, y las orejas, siempre demasiado grandes, parecían ahora aumentar más deprisa que el resto de su cuerpo.
Había ocasiones en que Juan se sentaba a solas en la puerta del cortijo y veía pasar algunas bandadas de pájaros del parque cercano, y pensaba para sí:
– ¿Cómo podrán volar?
Juan sentía que la vida era sorprendente y divertida, incomprensible, pero hermosa.
Únicamente la escuela le parecía una cárcel fría para gente extraña.
Él había aprendido a leer. Ya era capaz de descifrar muchos textos, y algunos difíciles. Pero seguía sin comprender nada. Hilvanaba las letras una tras otra, sintiendo en su interior una leve emoción, que se extinguía en cuento se acercaba el maestro con alguna pregunta horrible, como solía hacer, o eso era al menos lo que le parecía a Juanito. Entonces callaba como una tumba, y hasta, a veces, tenía que encogerse, para que las lágrimas no se escaparan de sus ojos torpes.
El niño se hacía mayor, y cada día se encontraba más solo. Él no lo notaba. Le gustaban los fines de semana para sentarse a la puerta del cortijo y mirar al cielo. Para él, sólo el cielo era realmente interesante. Todo lo demás carecía de interés.
Un día los padres de Juan, entristecidos después de mil intentos vanos por ayudar a su hijo, le propusieron hacer una extraña excursión hasta el mar. Este tema ya lo conocía Juan, aunque no lo entendía mucho: era una gran extensión de agua salada que se movía, poco más o menos.
– ¡Otra lección más! – pensó el pobrecillo. Y fastidiado, porque era fin de semana, se dejó llevar hasta el “mar”.
Hicieron un largo viaje en coche. Atravesaron muchas montañas y llanuras, y pudo ver muchas cosas. Le gustaba. Pero sentía girar todo el paisaje en su cabeza, y el estómago le hacía daño. Juan creyó que había pasado mucho tiempo cuando de pronto su padre le dijo que saliese. Él se sorprendió porque estaba distraído con su estómago, y a desgana siguió a su padre hacia un recodo del camino. Miró hacia donde le señalaba y… ¡EL MAR! ¿Era aquello el mar?
El niño abrió unos ojos como jamás antes había abierto, y captó toda la inmensidad y belleza del océano en su alma. Dio un profundo suspiro y sintió que su cuerpo maltrecho se sumergía en un aire fresco de sabor especial.
El mar penetró con fuerza por todos sus sentidos, impregnando hasta el último poro de su ser. Olía a fresco. El azul de su cielo amado, se confundía con el del mar brillante. Oía un rumor, un susurro suave y sonoro. Su boca salivaba deprisa, con un saborcillo húmedo y agradable. Sus manos… sus manos se apretaban fuertemente en los bolsillos, queriendo volar para acariciar las suaves ondas del agua.
Aquello era… era…impresionante.
Por la mente de Juan corrían los recuerdos de todas las cosas hermosas que había visto, y por su ánimo todas las sensaciones de cariño que había sentido. Se quedó quieto y callado y de sus ojos brotaron unas lágrimas.
Sus padres lo observaban tristes y asustados. No sabían que decir. ¡Habían puesto tantas ilusiones en este viaje!
Pero Juan no estaba triste.
En la superficie del mar se reflejaba la sombra de alguna nubecilla que pasaba a gran velocidad, y él veía entonces una mancha oscura en el agua. Fue en ese momento cuando se le escapó la primera lágrima. Juan no solía pararse a pensar. Ahora, justo en este instante, acababa de comprender muchas cosas.
El reflejo oscuro de la nube en el agua le hizo pensar en sí mismo. Pensó que así era él también. No era brillante como los demás niños. Ni siquiera era alegre, ni sabía sonreír.
A él le pasaba como a la mancha: algo hacía oscurecer su vida. Pero de pronto vio, cómo al girar las nubes, el mar volvía a brillar, y se dijo que aquello era muy bello, y que él también podía brillar, porque era capaz se sentir una alegría muy grande en el fondo de su corazón. Se volvió entonces hacia sus padres que esperaban ansiosos un gesto de su hijo, y sonriendo suavemente les dijo:
– ¡Qué bonito! ¡Me gusta mucho! – y fue corriendo a abrazarlos.
Los padres si miraron sollozantes también, pero felices, porque, aunque no sabían qué, comprendían que algo especial le había ocurrido a Juan.
El día siguiente de cole, Juan se levantó muy temprano y se fue muy contento a la escuela. Llegó el primero. Esperó pacientemente la llegada del maestro, y cuando lo vio asomar, lo llamó a gritos diciendo:
– ¡Maestro, maestro, he visto el mar, lo he visto, he visto el mar!
El maestro se puso también contento al ver la emoción del niño y lo abrazó. Juan habló y habló un largo rato, y luego el maestro le propuso que se lo contase todo en su libreta.
Pero ¡Juan no sabía apenas escribir! Y sin decir nada, sacó su caja de colores y empezó a pintar de azul una hoja del cuaderno. Lo pintó todo, todo azul. Y sobre el azul con un lápiz blanco, dibujó a rayitas unas gaviotas y un sol amarillo muy grande y unas nubecillas, pero… se entristeció, porque aquello no se parecía al mar.
De nuevo las lágrimas se le escaparon y mojaron el papel, y ¡qué sorpresa!, ahora el mar parecía el mar y hasta sentía en su boca ese gustillo salado tan rico como él recordaba. Y se sintió muy feliz cuando se lo mostró a su maestro.
Luego su maestro le habló de muchas más cosas que él no comprendió, pero le gustaba oírlo. Desde entonces Juan sonreía muchas veces, y hacía dibujos muy bonitos que enseñaba orgulloso a sus compañeros, y todos sonreían.
Juan comprendió que la nubecilla de su vida seguía dentro de él, pero él ya formaba parte del mar, porque lo llevaba impreso en su alma, y era uno más, un niño ESPECIAL como cualquier otro.
