La autora

A modo de biografía.                                                           La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es La-autora-int.jpg

¿Qué podría contar de mi vida que pudiera interesar a alguien?

Nací hace más de medio siglo entre preciosas montañas del sur de Andalucía. Allí crecí casi sola y casi perdida. Quienes me conocen saben bien quién soy. A los que estén interesados en conocerme no sé qué podría contarles.

No tengo conciencia de en qué lugar nací, ya que aunque soy bastante alta, nací muy pequeña e inútil, como todos. No recuerdo mi primera casa. Y no he logrado saberlo nunca, porque toda mi infancia, hemos sido trashumantes y vivíamos donde se podía.

Quien sí debía saberlo era un hombrecillo, corto de luces y largo de vinos, que cuentan que fue el primero en conocer mi nacimiento, quizá porque de algún modo era amigo de mi padre y a su modo, se querían. Lo importante es que él siempre supo donde andaba yo. Fue algo muy curioso.

Vivíamos sólo algunos meses en el pueblo, pero siempre que volvíamos él me estaba esperando. Cuando me hice mayor y me fui a estudiar lejos, él sabía cuándo volvía y siempre me esperaba en el autobús, para llevarme el equipaje. Quizá me esperaba siempre… El pobre murió al caer por la escalera que bajaba hacia mi casa un día corriente que bajaba a echar un trago y un cigarrillo con mi padre. No sé si alguien me habrá querido tanto.

Durante un tiempo vivimos en una casa algo destartalada y muy vieja. Estaba en una primera planta y los suelos, se combaban y cimbreaban al pisar. Nunca he entendido cómo no caímos abajo. La casa no tenía ventanas, sólo una puerta que se abría por la mitad y siempre debíamos tener abierta la parte superior para que entrara la luz y el aire. Había un ventanuco casi pegado al techo, y una puertecilla que daba a un patio pequeñísimo que compartíamos con otra familia. Pero no teníamos problemas de ventilación. Cuando llovía, el agua del cielo entraba en la casa desde el tejado y era muy divertido ver a mi pobre madre buscando cacharros para recoger el agua. Entonces ya tenía una hermana, y yo recogía el agua en mis tacitas y ollas de juguete para luego jugar con ella a las casitas y hacer deliciosos guisos con hojillas, flores y bichos. El frío, apenas se notaba.

Un día- nunca lo pude comprender- entró en casa una serpiente muy larga y la encontró mamá paseándose por el vasar donde se guardaban los escasos utensilios de menaje de que disponíamos. Yo creo que fue mamá la que con el susto nos dejó sin la mitad de menaje. De lo que estoy segura es que desde aquel día tengo miedo a las serpientes. Creo que se me contagió de mamá. Una mamá desconocida que poseída por el pánico saltaba, chillaba,  se tiraba del pelo, de la ropa, se chocaba y tiraba las sillas, y consiguió que de repente viniera a visitarnos la mitad del vecindario.

Por aquella época tuvimos unas vacas gordas que daban mucha leche. Y mi padre se sentaba junto a ellas a tocarles la panza en un banquito de juguete que yo anhelaba para mí. Luego hubo que venderlas porque casi siempre teníamos mala suerte y las cosas no salían bien. Mi padre compró una piara de doscientas cabras, todas negras, y era graciosísimo, porque desde lejos se veían como una mancha en la montaña.

Y tuve el mejor regalo del mundo. Un perrito al que le puse el nombre de Canela. Mi padre decía que no era un nombre apropiado para un perro, pero a mí nunca me han ido los convencionalismos. Yo lo que quería era una perrita. Y mi perro se llamó Canela.

Pasábamos algunos veranos en una alquería prendida en la falda de una montaña maravillosa. Allí un viejo marino, capitán de fragata me enseñó a viajar por el mundo perdiéndome en las ilustraciones de sus enciclopedias polvorientas. Allí viví quizá sin darme cuenta, los años más felices de mi infancia. Vivíamos cobijados en la casa de los guardeses. Ellos tenían una preciosa hija rubia, que fue mi mejor y única amiga. Juntas explorábamos nuestro enorme mundo con la intrepidez de los grandes conquistadores. Nos escondíamos en la cámara que había en la casona a modo de desván. Allí se guardaba el grano, las granadas, conservas, patatas, uvas… y las nueces.

Las nueces se amontonaban formando una montaña sobre la que nosotras escalábamos para dejarnos resbalar por una sinfonía hueca de vibraciones sonoras inigualables.

Tuvimos una cabra agresiva, sobre la que conseguimos montar con soltura como si fuese un caballo enano. A todos los demás de la casa los perseguía para atacarles con los cuernos.

Nos tumbábamos sobre la hierba para sentir su frescor mientras mirábamos las estrellas, a sabiendas de que en esos instantes éramos absolutamente felices.

Nadábamos en el rio sin vigilancia, dejándonos arrastrar por los remolinos, tirándonos a las pozas desde las piedras más altas, y saboreando cuantos frutos encontrábamos porque siempre teníamos hambre.

Allí maduró mi capacidad olfativa distinguiendo el olor del romero en flor, el de hinojo fresco, el de las mandarinas pintonas y los higos sanjuaneros..

También entonces aprendí a mirar el cielo en las largas noches claras y a conocer y amar las estrellas aunque todavía no conocía sus nombres.

Otros  veranos los pasábamos en el cortijo de …., una buena y numerosa familia. Allí aprendí a trepar a los pinos, a cabalgar sin montura, a perseguir y atrapar todo tipo de bichos, sólo para observarlos y conocer sobre ellos, claro. Mi amor por la Naturaleza me ha salvado de ser una persona cruel, creo. Casi me hice un chico. Tenía esa edad incierta previa a la pubertad, y aún no se percibían en mi cuerpo los rasgos por los que poco más tarde, me robaron la libertad. Allí aprendí cosas muy importantes, como bordar velos y a hacer crochet.

Cada dos años, más o menos, la desgracia pasaba a saludarnos; mi padre enfermaba, se morían los animales… y mi madre se hacía mayor a pasos rápidos, mientras yo me iba alargando como un ciprés.

Durante muchos años, el periodo sin escuela, fue mi mayor época de aprendizaje.

Aprendí a diferenciar el canto de un montón de pájaros, a los que tardé bastante en ponerles nombre. En aquellos años no teníamos internet, y yo no tenía enciclopedias ni acceso a bibliotecas. Pero quizá la necesidad de saber me haya ayudado a desarrollar algo esta memoria torpe, con que estoy dotada.

Examinaba los árboles, sus flores, las olía, las analizaba con ensimismamiento, las guardaba en rinconcitos secretos de mi mente, para retomarlas al año siguiente, o en otro lugar y compararlas…

Me tumbaba a ver pasar las nubes y jugaba a adivinar la hora por la sombra que dejaban bajo la higuera o el pino.

Algunas veces jugaba como una niña, y hacía barro, escupiendo el agua que cogía en mi boca de la fuente, y la llevaba corriendo hasta el lugar más polvoriento a mi alcance para tener barro suave. Hacía bollos, panecillos, rosquillas, más tarde, hice muñecos, flores y cosas así hasta el día que intenté hacer un caballo y descubrí agobiada y frustrada, que la escultura no era lo mío.

Me hice amiga de la soledad y el silencio, y a lo largo de mi vida, siempre los he amado, necesitado y añorado.

Me atrapó la adolescencia con dureza, pues tuve que escalar altos peldaños hacia una vida que no me correspondía.

Tengo que confesar que sí me he equivocado en algunas ocasiones y lo único que lamento es haber herido sin proponérmelo a algunas personas. También confieso que en alguna ocasión estuve a punto de dejar del camino. No hubiera sido capaz de retornar sin la ayuda de las buenas personas que me impidieron perderlo.

Hubo un tiempo negro, de dolor y miedo y errores, que gracias a la fragilidad de mi memoria, no me ha costado olvidar -aunque sí superar-. En ello ando todavía.

Amé y fui amada. Aprendí a mirar el mundo de frente, y a las personas.

Y he pasado gran parte de mi vida aprendiendo a ser maestra, tratando de acercar a los niños el ideal griego “paideia”, por lo que la primera de mis escasas normas siempre ha sido , respetar a los demás y ser educado, y la última aprender con alegría, buscando aprender también yo a ver con sus ojos.

Hoy tengo la suerte de disfrutar de un trabajo que me permite vivir con dignidad y en libertad. La vida me ha bendecido con una buena familia. Tengo un compañero que me soporta increíblemente desde hace muchísimos años y dos hijos que son, además de otras cosas interesantes, buenas personas. Soy de verbo fácil, demasiado directa. Nunca he sabido endulzar las críticas. No me gusta mentir. Hablo demasiado y no he aprendido a callar las cosas que no es conveniente decir, aunque se sepan y se piensen. Quizá tuve muchas amenazas en mis primeros años de vida. He pasado media vida acomplejada y la otra media luchando por superar mis complejos. Nunca fui menuda, ni frágil ni pequeña. Siempre fui alta, fuerte, grande y toda mi vida sentí que desentonaba tanto como un camello en una pajarería.

Pertenezco a una larga familia en la que prevalecen las buenas relaciones, y tengo tres hermanos con los que he compartido y comparto un gran respeto y amor, y muchas, muchas risas.

Conservo amigos desde mi juventud y el interés por la Naturaleza y las letras. Amo el arte y la cultura en todas sus variantes.

Sueño que la educación podría salvar el mundo.

No comprendo la violencia en ninguna forma ni por ninguna causa.

Y todavía hoy, doy gracias al cielo cada noche por disfrutar de una cama caliente y confortable.

Cada primavera ha despertado en mí la alegría y la esperanza.

Los días largos y cálidos, me da por soñar y sentirme feliz.

Por eso será que busco personas sol, personas flores, y rehúyo a las personas nube. Lo hago sin saberlo. Lo descubro después, cuando siento sus compartires, sus esperas, sus sonrisas, sus ayudas, sus amores.

Y aquí sigo, mucho tiempo después, con los mismos sueños (apenas he conseguido ninguno), con las mismas ganas (acaba de empezar la primavera), con mis mismas gentes (eso sí ha crecido, aunque algunos ya no están) y con mi mala memoria, que va en aumento…lo de mala.

Y gracias a esto me resulta muy fácil perdonar, y no me importa equivocarme y sentir vergüenza, ni me importa repetir la misma lectura muchas veces, porque cada nueva vez, vuelvo a disfrutarla, y descubro cosas nuevas cada día, porque no recuerdo que ya las sabía, y todo me parece nuevo y extraordinario como si fuera otra vez aquella niña que fui, y que nunca supo que era una niña pobre y sola.

M.D. Aneas